En una época de conflictos bélicos y tras siglos de oscurantismo medieval en los que predominaba el “sálvese quien pueda”, apareció la teoría del pacto social de la mano de Thomas Hobbes en su obra Leviatán (1651). En él se intenta explicar el porqué de la existencia de la autoridad política y los fundamentos de su relación con sus súbditos. Hobbes llega a la conclusión que los hombres renuncian a ser libres para que el poder absoluto, a quien entregan su libertad, evite los enfrentamientos y guerras. El origen del Estado conllevó pues, un importante sacrificio como es la renuncia a la libertad. A cambio, los súbditos ganaban seguridad bajo su protección.
Rousseau, a diferencia de Hobbes, habla de un consentimiento voluntario más que en el uso de la fuerza y bautiza la relación como la aceptación de un “contrato social”.
Con el paso del tiempo la renuncia del ser humano a libertades ha sido continua. Pudiera pensarse que para tener más controlada a la plebe habría que inventarse o buscar un enemigo común y magnificar su poder destructor. A mayor miedo en el cuerpo de los súbditos, se conseguía una mayor renuncia de las libertades y, a la postre, más control.
Tras el 11 de septiembre de 2001, se dio en Estados Unidos una gran renuncia a libertades individuales a cambio de dar poder casi ilimitado al gobierno. A través del Ley Patriótica se le autorizó a ser plenipotenciario para asuntos de terrorismo y, con la excusa del mismo, regular o restringir un gran número de libertades fundamentales, entre ellas la de seguimiento de las comunicaciones entre personas o movimientos. Recuerden que en aquél momento todos los árabes eran enemigos en potencia. Las medidas tomadas empezaron siendo provisionales y, lo que ocurre siempre, la mayoría acabó siendo para siempre. El mundo nunca fue como antes del 11-S de 2001. Nosotros tampoco.
Estos días, estamos viviendo otra gran dosis de renuncia a libertades individuales a cambio de la seguridad que pudiera dar el Estado. En este caso, sanitaria. La fórmula empleada es la de la prohibición y la excusa la de vencer a un enemigo microscópico muy dañino. Muchas de las medidas que se están tomando desde la entrada del estado de alarma reducen un gran número de libertades, de movimiento, de comportamiento y de socialización. Ayer se prohibió (palabra de moda estos días) las quedadas en bares y discotecas a partir de una hora temprana, como si el virus fuera nocturno. A partir de las 00.00 horas los restaurantes no podrán aceptar clientes. Tampoco se podrá fumar al aire libre.
Cuando las medidas de fomento de comportamientos deseados fallan hay que optar por las disuasorias y, por último prohibir. Ese debería ser el orden. Aquí vamos directamente a estas últimas. No digo que, llegado el momento, no haya que prohibir comportamientos indeseados si las anteriores medidas han fallado pero medidas de fomento de comportamiento o disuasorias son poco empleadas.
Estemos atentos a cómo queda todo tras la crisis sanitaria. Estoy convencido de que la calma que quede tas la tormenta no será igual que la que antecedía. En el camino habremos perdido libertades que, con la excusa de la temporalidad, se volverán definitivas.
Y, mientras tanto, se infringen grandes dosis de miedo a través de la televisión. El miedo amansa a las fieras y evita pensar en frío. Observen qué porcentaje de los informativos están dedicados desde hace meses al virus. Y sí, me dirán que el tema es serio. No le quito seriedad pero no puede ser deporte nacional ver cuántos contagios o muertes ha habido en las últimas 24 horas.
No estoy frivolizando ni quitando importancia a las consecuencias de los contagios. Solo invito a la reflexión. No aceptemos ni un ápice de pérdida de libertad en el largo plazo a cambio de la seguridad (¿?) que proporciona el Estado. Nixon dijo en 1971 que iba a eliminar el patrón oro tras el dólar de manera temporal y hasta hoy.
Lo temporal se vuelve definitivo si somos complacientes. Para siempre debería ser aquello que nos otorga libertades, mejoras o progresos sociales, no aquello que nos los cercena. Por muy grande que sea el enemigo, una vez vencido habría que volver, como mínimo, a la situación inicial. Hasta la aparición de uno nuevo. Y los habrá.