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“La nevera pulcra”

Un artículo de Jaume Santacana

Nevera llena.
Nevera llena.

Siempre he oído decir que la nevera es el espejo del alma; me sabe mal, de todas maneras, no poderles asegurar quién es el autor de tan magna aseveración. Debe ser un proverbio anónimo; o chino, vaya usted a saber…; o los dos.

En cualquier caso, no vamos a discutir ahora la inefable utilidad de dicho aparejo doméstico (entre otras cosas porque sería discutir por discutir sobre algo indiscutible, cosa que anula, fervientemente, el ansia de discusión, por decirlo de alguna manera).

Masacradas las dudas respecto a la eficiencia de este magnífico invento, me dispongo a valorar distintos aspectos relacionados con el objeto que nos ocupa. Casi todos tenemos en casa un artilugio que, mediante la corriente eléctrica, se dedica a enfriar y mantener productos básicamente comestibles o bebibles. De momento, no he conocido jamás a nadie cuerdo que conserve dentro de su nevera objetos no relacionados con la ingestión sólida o liquida de alimentos o bebidas vía digestiva. Cierto que, por pura distracción, hay personas que olvidan sus gafas o un libro en el interior de su frigorífico; pero esos, afortunadamente, son los menos. Cierto que en hospitales y centros de salud gozan de frigoríficos sólo destinados a vacunas, microbios y otros bichos de carácter enfermizo o de previsión sanitaria; pero eso es harina de otro costal.

Desde hace muchos años he ido pensando que el desgaste vital haría mella —tarde o temprano— en mi cuerpo físico y que, por lo tanto, era necesario acostumbrarse a las carencias y deficiencias que dicho desgaste me produciría inevitablemente. En un momento determinado se me cayó el pelo pero como ya había previsto tal acontecimiento acondicioné mi rutina a base de cremas solares y sombreros. En otro orden de cosas, pienso constantemente en una posible ceguera que pudiera segar por completo mi visión. Con este objetivo hace ya muchas décadas que, cuando interpreto el piano, cierro los ojos para acostumbrarme al tacto de mis dedos sobre las teclas de mi instrumento preferido. Siguiendo con el mismo procedimiento, establezco un orden impecable en todas las dependencias y muebles de mi casa: cajones, armarios, mesas, librería, cocina, aseo, etc. De este modo, sin mirar, conozco a la perfección todo lo que contienen las habitaciones, dónde está el material situado, en qué lugar se hallan las llaves, los sellos de correo, las facturas, los tenedores y qué cosas están encima y qué debajo, o a la derecha o a la izquierda. Orden y meticulosidad; qué no falten.

Pues bien, creo sinceramente que la nevera es un lugar imprescindible para marcar la disciplina física y el orden establecido de las cosas que en ella se guardan. Una nevera desordenada es un partido de fútbol sin pelota: o sea, un desastre. Es fundamental que todo esté en su sitio correcto y que las prioridades de consumo estén férreamente marcadas de por vida. He visto, en mi vida, neveras lamentables: llenas de productos caducados o destrozados vitalmente: hojas de apio fallecidas y cadavéricas, rodajas de lo que un lejano día fueron merluzas, primitivas lonjas de un jamón pestilente y hediondo, yogures más caducados que Concha Piquer o Wagner, salsas de tomate que, en su día, fueron la sangre de Juan el Bautista o María Antonieta, o bien botellas de vino que contienen un líquido cochambroso y cochino: está visión dice mucho (y mal, claro) del dueño correspondiente; seguramente, su alma se halla en el mismo estado y su forma de vida deja mucho que desear.

Yo aconsejo, fervientemente, posicionarse en esta actitud social y poder abrir la nevera con orgullo, con la cara bien alta, con satisfacción, con amor al prójimo.

Uno puede ducharse o no; no tiene más importancia. Puede asesinar o no; y si lo hiciere y no hay pruebas, tranquilos. Puede resbalar por la calle o no, con piel de plátano o con meadas de canes varios; suerte o azar. Pero lo que nunca debe tolerarse es tener la nevera en un estado deprimente, sin orden ni concierto, salvajemente descuidada y sin pulcritud simétrica. Háganme caso.

En mi nevera particular, los productos aparecen radiantes, centelleantes, resplandecientes, orgullosos, jubilosos y satisfechos. Cada vez que abro la puerta de este electrodoméstico global, siento un canto glorioso, un espectacular Te Deum y, finalmente una ristra de aplausos hacia mi persona en homenaje a mi meticulosidad infinita y a mi manera de ser; en definitiva a mi “estilo” y mi innata elegancia.

No, no tengo abuela… pero sí que gozo de una nevera agradecida.

PS. Además, hoy, cuando escribo este papel, les anuncio que dentro de mi brillante artilugio productor de frescura y ternura existen unas croquetas artesanales fabricadas con mucho amor. Ahí es nada: ¡mmmmm!


Comments (2)

  1. Buen artículo. Me recordó la vez que decidí organizar mi nevera durante una semana agitada. A pesar del caos, abrir mi nevera ordenada me trajo la calma al instante. Todo estaba en su sitio -verduras, condimentos, sobras-, todo era fácil de encontrar y se reducían los residuos. Es increíble cómo un poco de orden en la nevera puede traer paz a tu vida diaria.

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