J. L. García Llagües
22:15 del pasado viernes. Echo una ojeada a mi Twitter. Leo estupefacto que ha fallecido Wickers. Envío unos cuantos whatsapps y varias personas me lo confirman. La noticia golpea mi conciencia. Por dura. Por esperada.
Y es que Wickers -siempre lo llamé así, nunca utilicé Miquel ni Rodrigo– fue uno de los primeros periodistas con los que trabajé cuando pisé tierras menorquinas. Wickers era uno de esos tipos que cumplía con el estereotipo de persona que camina por la vida mirándola de frente, disfrutándola, sin esperar a nada ni a nadie y sin preocuparse por lo que dicen los demás. Era un tipo de facciones arrugadas, de voz ronca, de impertérrito mostacho. Pero sobretodo, era un canalla. Pero no os equivoquéis, era un canalla de los buenos. De esos que dejan huella en los demás. De esos que aparecen en una película y enseguida los calas, sabiendo que quizás hayas encontrado a tu personaje favorito del largometraje. Era un ejemplo de periodista hecho en la calle. No buscaba los peloteos, no buscaba agradar a nadie. Era un ejemplo de esas personas que llegan rebotadas a esta profesión tan magnífica pero tan maltratada -la prensa escrita- y se enganchan. Y era un ejemplo de esa gente que tiene un don innato para escribir. Puedo contar con los dedos de la mano a los compañeros que he conocido con talento natural para esto que hacemos. Él era uno de ellos.
Recuerdo las mil discusiones que mantuve con él por hacer uso de un ordenador en aquella pecera de radio reconvertida en espacio para redactores que era la diminuta -pero grande en el recuerdo- redacción del Ultima Hora Menorca en Maó. Recuerdo las peleas que teníamos cuando nada más verme me llamaba con su voz socarrona y destacaba en voz en alto algún fallo en un artículo mío, que yo contestaba una y otra vez con maneras cada vez peores hasta darme cuenta de que tenía razón en el 90 % de los casos. Ahora sé que jugaba conmigo como con un chiquillo. Recuerdo como después de una discusión era capaz de hacerte la primera broma que le venía a la cabeza. Y recuerdo cuando se reía de mí -con algunos cómplices, todo hay que decirlo- cuando hablaba en valenciano con alguien por teléfono. “Bona vesprada” era uno de sus saludos más utilizados cuando me veía.
Desde que me llegó la noticia de su muerte he intentado rememorar la última vez que hablé con él. Yo iba a coger el coche para trasladarme a Ciutadella a hacer el turno de cierre cuando me dí cuenta de que no tenía tabaco. En aquella época fumaba, hábito que gracias a Dios no he recuperado. Entré en el San Francisco y lo vi acodado en una esquina de la barra, de espaldas a mí. Pedí mi paquete, pagué y -he de reconocerlo- me hice el longuis. Tenía que cruzarme la isla con el coche y no quería parar. Y cuando iba a salir me llegó aquella característica risa de truhán y su inconfundible voz: “Que pasa Llagües? Ya no saludas?”. No recuerdo de lo que charlamos. Seguramente fue una conversación banal. Las palabras no me llegan, solo mantengo esbozos de aquellos momentos.
Ahora me he enterado por Internet de su fallecimiento. Se ha ido demasiado joven. “Adios Wickers, la vida pudo contigo”. Seguro que no tardarás en conquistar el lugar en el que te encuentres ahora.