Como en las grandes ocasiones, recuerdo lo que hacía. Viajaba de buena mañana en un autobús interurbano colgado de mi teléfono móvil. De repente, me estalló entre las manos la bomba de plástico y relojería que, disfrazada de tarjetas VIP y “black”, había reventado los últimos engañabobos que circulaban para ocultar lo de Bankia y Caja Madrid. Se trataba de que los privilegiados pudieran apropiarse durante años y dulce e indebidamente de nuestro dinero en instantes maravillosos de sus vidas, como comprar lencería o pagarse un masaje. O, en caso de urgencia, entrar a robar inconscientes, pero con corbata, en un cajero automático con habitáculo e ignorando un aviso sin palabras: “Atención, no pisotear al desahuciado que hay en el suelo, porque podría estar muerto”. No habían previsto ni Blesa, ni Rato, ni sus colaboradores, que se produciría una combinación letal entre sociedad digital y relaciones sociales cultivadas al más alto nivel en tiempos de ambición sin riesgos ni principios, que terminaría por arrojar luz sobre lo más sucio y oscuro mediante el simple ejercicio de la libertad de prensa. Ahora ya sabemos por qué motivo Él, el actual, no se pudo emplear a fondo con su hermana para que renunciara a su turno en el viaje hacia una corona manchada. Él, y ella, y no hablamos ahora de la que se ha sentado acusada en un banquillo de Mallorca, tampoco sabían de los peligros de la tecnología, como le pasó al cada vez más sospechoso presidente en funciones. Habrá consecuencias, debe haberlas, y esta vez no podrán ser pequeñas.
Ojalá Domingo Sanz tenga razón y haya consecuencias….