Es sábado por la mañana, se ha estropeado la radio que nos cuenta la vida mientras hacemos otras cosas y el gobierno ya no me importa. Desde la cocina puedo ver que hace sol en un rincón de la pared del patio que mira al sur. Salgo y me siento a su calor.
Por la escalera de piedra entre verdes desciende la gata que se vino a vivir con nosotros hace medio año, cuando se enteró que nos habíamos quedado huérfanos de una perra grande que teníamos, también negra. Se acerca. Ella sabe que yo sé que le gusta que la toque suavemente, sin pasarme. Después se aleja dos metros para revolcarse en el suelo. Desde una mesa que tenemos para comer al aire libre la está contemplando otra, que vuelve por las noches a su casa para hacer compañía a unos vecinos, los de la derecha si nos ponemos a mirar la puesta de sol tras las montañas que nos rodean.
Ambas, lo sospecho mientras las observo, añoran a uno más joven que apareció hace dos o tres meses y se instaló entre nosotros con el clásico truco de dejarse querer. Durante su estancia compartió con ellas revolcones, carreras y comidas. Siempre zascandileando los tres, o el y la negra por las noches, cuando la vecina de colores se ausentaba.
Hace poco descubrimos un cartel de “SE BUSCA” con la foto indiscutible de su mirada. Estaba clavado en un árbol. Como no ofrecían recompensa pensamos que serían buena gente y que de verdad querían que el emigrante regresara con ellos. Esto ocurrió hace unos días. Si no estuviera contento en su hogar de antes seguramente habría vuelto, al menos para saludar.
De repente, un empedrado de nubes diluye la luz y devuelve el frío. A la negra eso no le importa y sigue vigilando todo lo que se mueve entre las macetas.
Yo vuelvo al silencio del hogar.
La radio se sigue negando.