Es hora de jugar. En un cajón se quedan los juegos de mesa. Las bicicletas no se mueven del garaje. En su lugar, una generación cada vez más joven de niños y niñas se conecta a la red para jugar en línea o apunta a que su nueva mascota sea un robot.
El mercado de los juguetes se transforma tan rápido como crece la demanda de electrónica (y robótica) vinculada al ocio de los niños. Así, hay peluches que pueden recitar varias megas de textos escogidos que suenan según determinan los sensores que lleva este artefacto, suave y peludo por fuera, y electrónico y con inteligencia artificial por dentro.
Los drones avanzan que es una barbaridad (como decían en la zarzuela La verbena de la paloma). Algunos ejemplos son aquellos que vuelan solos por la habitación y a los que hay que disparar para batir. Algo nada fácil porque el dron está programado para evitar obstáculos. O quizás el dron que está dentro de una esfera y que hace de pelota de baloncesto, que hay que manejar con un mando para encestar como si fuera baloncesto.
Hay juegos que hacen caminar a un engendro siguiendo el camino que le hemos dibujado en el suelo. E incluso otros que siguen el rastro de una luz. Muchos de estos juegos tienen dos partes; en uno el niño tiene que montar las piezas para que funcione y a continuación puede jugar.
Otros juegos permiten mezclar sonidos y músicas como lo haría un pinchadiscos de una discoteca. Algunos juegos rezan en el lomo de su caja “para aprender los principios de la presión dinámica de fluidos“. Pura ciencia y pura tecnología. El futuro es incierto, pero el presente (en el mundo de los juguetes) pasan por la tecnología mientras descansan en los cajones aquellos otros antiguos juegos de mesa.