Hay historias que sin saber porqué te conmueven. Historias sencillas, cotidianas, con protagonistas anónimos. La niña que da su almuerzo a un sintecho que encuentra cada día de camino al cole; cinco amigos que juntan su paga en un sobre de papel decorado con perros para llevarlo a una protectora de animales; la viuda que teje patucos de lana para que se vendan en un mercadillo solidario; la muerte de Germán Luaces, O Chuco, el último habitante de las Islas Cíes.
Dicen las crónicas que fue un espíritu libre y generoso. Tras perder a toda su familia, moraba en una humilde vivienda desde los noventa entre las rocas que protegen la playa de Nosa Señora y ofrecía el tesoro de su hospitalidad al quien lo necesitase. Después batallar con la enfermedad durante más de una década, moría el pasado 30 de noviembre el pirata indómito, ermitaño anfitrión de desconocidos, sonriente amigo de todos.
O Chuco no le ganó la batalla al cáncer pero sí se la ganó al individualismo y al ritmo frenético que nos hemos autoimpuesto. Las mismas armas con las que enfrentaba al batallón de turistas que cada día en temporada alta agotan el cupo establecido para visitar el paraíso atlántico de las Cíes, le sirvieron en los tiempos del “Prestige” o en los solitarios meses de invierno: acoger, compartir, reír.
Sonaron las gaitas y los tambores, hubo flores, música y bebida en un entierro que financiaron cientos de personas a través de sus aportaciones en una cuenta y en huchas repartidas por los bares de Vigo. Sus amigos forraron el tanatorio de fotos de las Islas y a bordo de un barco, el “Pirata de Cíes”, acompañaron a German Luaces en su última travesía para dar su último adiós a “un ser extraordinario”.
Y hasta que la mala leche de estos tiempos hipercomunicados lo arruine, que ese ser haya existido, que haya sido querido y despedido de esta manera, y que su historia sencilla y cotidiana haya sido contada y conmueva es como un bálsamo, el bálsamo de las pequeñas, grandes, cosas