“Gracias, Valentina”, dijo Sánchez el 18 de marzo, y a continuación hubo aplauso desde los escaños. Eran pocos, aunque hubieran podido teletrabajar, tal como ordenaron a millones. Pero eligieron el teatro. “Qué los políticos se recorten los sueldos durante la pandemia” gritaban las redes, mientras las ventanas aplaudían a los sanitarios.
“Ya haremos la caridad que nos parezca”, y la mayoría de los elegidos en las urnas de noviembre rechazaron la petición el 7 de abril. Pero algunos debieron pensar que “esto nos pasa porque ahora no nos ven tanto y creen que no hacemos nada” y no se les ocurrió otra cosa que amenazar con que ocuparían muchos escaños en la reunión del día 9, para así parecer valientes y trabajadores.
En cambio, hubo quien les propuso a todos reunirse a distancia, como hacemos los confinados, pero se negaron. Presencia física en el hemiciclo, muera quien muera. Y ya reunidos de nuevo, Jueves Santo, 22 días después del “Gracias, Valentina”, ni siquiera tuvieron el detalle de hablar desde sus escaños para que ella no tuviera que limpiar cada vez los virus de sus señorías.
En realidad, aquel día 18 solo se aplaudieron a sí mismos. Pues que no abusen de sus egos, que puede que las manos se les queden pegadas a la próxima que aplaudan. Valentina, la Kelly del Congreso. La que limpia un atril que ha perdido la vergüenza.