Quizás si en general fuéramos un poco más conscientes de que la vida es siempre tan valiosa como frágil, tan hermosa como imprevisible, en muchas ocasiones actuaríamos tal vez de una forma distinta a como lo solemos hacer normalmente. Quizás sería así, sólo quizás, porque varios milenios de historia y nuestra propia experiencia personal suelen demostrarnos también que, salvo admirables excepciones, los seres humanos solemos perseverar casi sin desmayo en el error o en nuestros pequeños, medianos o grandes prejuicios. Sólo los deseos reales de mejora o de cambio, cuando son compartidos con otras personas, parecen capaces de poder modificar esa recurrente dinámica.
Sobre algunas de esas cuestiones trataba una de las películas de ciencia ficción para mí más hermosas de estas últimas décadas, «Gattaca» (1997). En ella, su director, Andrew Niccol, nos hablaba del valor del propio esfuerzo personal, del deseo de superación, de la amistad, del amor, de la necesidad de relativizar la propia herencia genética, de no aceptar determinadas normas que podamos considerar injustas o de no rendirse ante las dificultades. Aun así, Niccol también reconocía en su filme que no siempre es posible salir victoriosos de todas las pruebas a las que nos somete la vida o que es inevitable tener ciertos miedos y temores al contemplar el presente o augurar el futuro.
En los momentos en que la realidad —cualquier realidad— parece especialmente poco propicia, ya sea la nuestra actual o la que mostraba «Gattaca», es cuando más solemos darnos cuenta de que siempre necesitamos de los demás para intentar modificarla en el mejor y más noble de los sentidos. En esos momentos, soñamos o imaginamos que las cosas podrán cambiar si junto a otras personas ponemos un poco de voluntad para que así sea efectivamente, o si nos esforzamos individualmente para ser un poco mejores de lo que solemos serlo cada día. A partir de esa creencia solemos vislumbrar entonces un mundo más tranquilo y amable, con una mayor tolerancia, igualdad o justicia a todos los niveles, aun sabiendo o intuyendo que, seguramente, no todos los buenos propósitos previstos podrán llegar a cumplirse finalmente.
Casi al final de «Gattaca», uno de los protagonistas, Jerome (Jude Law), se despide para siempre de su mejor amigo, Vincent (Ethan Hawke), a través de una carta. Poco después, Jerome fallecerá. «Para ser alguien que nunca estuvo hecho a la medida de este mundo, debo confesar que me está resultando difícil abandonarlo. Claro que dicen que cada átomo de nuestro cuerpo formó parte alguna vez de una estrella. Así que quizás no me esté marchando. Quizás esté volviendo de nuevo a casa», escribirá Jerome.
Esa idea que nos vincula a las estrellas es un hermoso consuelo, un consuelo que de algún modo nos puede ayudar a afrontar algo mejor los miedos, pesadumbres o incertezas que a veces nos invaden, sobre todo en estos días. Seguramente, deberíamos de mirar un poco más a menudo el cielo, porque creo que nos reconfortaría pensar que cuando también nosotros, como Jerome, nos vayamos algún día, quizás no nos estaremos marchando. Quizás estaremos volviendo también de nuevo a casa.
… esa es la manera de pensar de una persona demasiado influenciada por las creencias religiosas sin fundamento, de los credos que se aprovechan del miedo a la temporalidad finita de nuestras vidas, gentes que no han asumido aún que todos moriremos y lo que hemos de hacer es aprovechar nuestro poco tiempo en este lapso de vida para pasarla lo mejor posible y dejar un buen recuerdo a nuestros semejantes… mirar al cielo, creerse estrellas, imaginar cosas… típico del discurso de los que se aprovechan de los anhelos humanos para colarnos supersticiones… el ser humano no necesita de consuelos, sino de abrir los ojos y aprovechar la única vida que tendremos