Si miramos en el diccionario cuál es la definición de melancolía, veremos que nos dice que es una «tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada». Sin querer contradecir a nuestros admirados y reconocidos académicos, creo que en la melancolía puede darse también a veces, en paralelo, una moderada felicidad o alegría, igualmente «vaga, profunda, sosegada y permanente».
Si pensásemos ahora en algunas de las comedias románticas que más nos han gustado en el cine, seguramente recordaríamos muchos títulos en que, de alguna manera, está la melancolía también presente, en donde conviven, casi en perfecta armonía, la esperanza y la ilusión con la nostalgia y la tristeza. Aun así, es cierto que la melancolía se encuentra esencialmente y sobre todo en la lluvia, en una tarde de invierno junto a una chimenea, en un rincón de un café antiguo, en la nieve cayendo de manera suave y silenciosa, en un hermoso paisaje otoñal, en un corazón solitario que desearía amar y al mismo tiempo ser también amado.
La melancolía se encuentra también en una calle solitaria, en una playa desierta al caer la tarde, en una inesperada ráfaga de viento que hace revolotear unas hojas ocres, en las titilantes lucecitas instaladas en el exterior de una carpa o de un jardín, en un tren que pasa rápidamente ante nuestros ojos, en un barco o en un avión que parten en mitad de la noche. La melancolía se halla igualmente en el tiempo que pasa, y se escapa, y ya nunca vuelve, en nuestros recuerdos de infancia y de juventud, en un poema, en un libro, en una película o en una canción de amor, sobre todo si es una balada o un bolero.
Pero hay también una melancolía dichosa, una melancolía que se encuentra en un patio escolar a la hora del recreo, en las manitas de un bebé que agarran fuertemente nuestro dedo corazón, en los días de sol en primavera en Praga, en París o en Venecia, en un gorrión que se posa feliz en un árbol, en toda la vida que a veces tenemos y sentimos ante nosotros o en los instantes en que nos estamos enamorando, en que están naciendo entre dos personas, de forma siempre misteriosa y mágica, el afecto y el amor. La melancolía se encuentra también en nuestros mejores sueños, en algunas de nuestras ilusiones o de nuestros proyectos vitales más ansiados y profundos.
Todas esas melancolías y algunas otras más, tanto aquellas en las que predomina la tristeza como aquellas otras en las que predomina sobre todo la alegría, pueden coincidir e incluso convivir casi perfectamente en cada uno de nosotros. Y cuando lo hacen, lo hacen gracias a que se encuentran siempre en algún lugar —siempre el más cálido y acogedor— de nuestro corazón.
Lo invisible como fermento sólo crece en el corazón y a flor de piel. Así es Josep Maria