“Lo único que te lleva algún sitio es el trabajo. Sufrir nunca ha servido para nada”. Es la contestación del escritor Juan Gómez-Jurado a la pregunta de si saldremos más fuertes o más pobres y más huérfanos de la pandemia al término de una entrevista de Virginia Drake para XLSemanal.
Su apelación al trabajo resulta tan despiadada como el White de sus libros en un momento en el que el exceso o la carencia de trabajo son dos de las consecuencias que más desnudan la quiebra del estado del bienestar, ese que nos hemos creído sin que nadie nos recuerde sistemáticamente que sin solvencia no existe.
Andan desbordados, al borde de la extenuación física y mental (si no se han despeñado ya por el precipicio) los profesionales de los llamados servicios esenciales. Mientras, casi seis millones de personas están en paro, ERTE, cesadas o abonadas al Ingreso Mínimo Vital, cobrando, o esperando cobrar, unas prestaciones que les permitan salvar los muebles, la dignidad, la vida.
El exceso de trabajo obedece a la necesidad de ajustar costes en una economía enmarcada en el presunto estado de bienestar, excesivamente dependiente del voluble y estacional sector servicios y, en determinados sectores, -sanidad, educación, seguridad- condicionada por una inercia de 17 dioptrías y intereses espurios incapaz de promocionar y retener el talento.
Las plantillas suele ir cortas y no están todos los mejores que querríamos porque no somos capaces de incentivar un tejido productivo diversificado, que dé cabida a perfiles profesionales variados, ni tampoco de primar a los sectores que más contribuyen a consolidar una sociedad más equitativa puesto que universalizan el acceso a los derechos básicos. O somos capaces, pero no somos solventes.
Y aunque vaya por comunidades, quizás también por ello, algo no sabemos darle a profesionales de la medicina, la enfermería, la docencia, la ingeniería o la investigación para que prefieran trabajar en cualquier lugar menos en España. En condiciones normales nos mantenemos en equilibrio inestable, pero ante cualquier situación de crisis, más si se prolonga en el tiempo, todo parece derrumbarse.
La carencia y la precariedad de trabajo tiene también que ver con esa misma incapacidad de diversificar la economía, con la necesidad de ser productivos mientras repetimos y nos repetimos que “nadie quedará atrás”, pero sin aplicarnos firmemente en conseguirlo, que nadie quede atrás. Y tiene que ver con la creatividad a la hora de afrontar los reveses y con la solvencia, la dichosa solvencia.
En el país más sobrecualificado de la Unión Europea en la búsqueda de empleo- el 37,6% de los puestos de trabajo son ocupados por personas con una titulación no necesaria para desempeñar esos puestos-, inmersos en una crisis sanitaria, económica y social sin precedentes, hemos sido incapaces de rescatar a todos esos titulados que nos atienden detrás de un mostrador o no sirven bandeja en mano.
Siquiera para tramitar expedientes administrativos y acabar con las miles de prestaciones de todo tipo por tramitar y abonar, para compensar la desesperación de las personas y las familias que hay detrás de cada expediente. Pero claro, eso cuesta dinero. Reclutar, formar y dotar de medios técnicos para atender al personal, cuesta dinero. Y conceder y pagar las prestaciones prometidas, cuesta todavía más.
Sin capacidad, sin solvencia no hay trabajo, hay sufrimiento, un sufrimiento que no lleva a ningún sitio. Sin trabajo y con sufrimiento nos abocamos a la nada. Se cae de puro obvio y, sin embargo, las políticas parecen dirigirse a intentar paliar el sufrimiento (haciéndolo más inútil si no lo consiguen) en vez de a generar empleo ni a ayudar a quién sabe hacerlo. Incapaces. Insolventes.