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“Covid-19: ¿ha estado siempre la solución ante nuestras narices?”

Un artículo de Gabriel Le Senne

Test de la Covid-19.
Test de la Covid-19.

Seguramente hayan oído esta semana que un fármaco reduce la carga viral un 99% en dos tipos de ratones con Covid-19, según un estudio publicado en la revista ‘Science’: se trata de Aplidin, de la española PharmaMar. Este medicamento impide que el virus se replique, frenando de este modo el desarrollo de la enfermedad. Además, serviría también para variantes o cepas del virus, puesto que su diana no está en el virus, sino en una proteína humana que el virus necesita para multiplicarse.

Un tratamiento eficaz solucionaría el problema del colapso de los hospitales, que en realidad es prácticamente el único en esta ‘pandemia’, puesto que este virus SARS-COV-2 tampoco es la peste negra: menos del 4% de los infectados por coronavirus requieren hospitalización, según datos de la Comunidad de Madrid. Con un tratamiento eficaz estas cifras se podrían reducir a niveles asumibles por el sistema sanitario, y el virus sería uno más de tantos que circulan por ahí sin importarnos demasiado.

Quienes me leen asiduamente, además de tener ganado el Cielo, ya habrán oído hablar de PharmaMar y Aplidin: en este artículo de 2019, antes del ‘virus chino’, por tanto, elogié a la empresa, para la que trabajé un lustro, y a su presidente, precisamente por la aprobación de Aplidin en Australia para la indicación de mieloma múltiple, un tipo de cáncer. Ya durante el confinamiento, en abril de 2020, en este artículo y en éste, me referí a Aplidin como posible tratamiento para el Covid-19, impaciente porque llevaba semanas esperando autorización de las autoridades españolas para comenzar ensayos clínicos. Para cuando se autorizaron, la enfermedad había remitido en España y se complicó el reclutamiento de pacientes, retrasando todo.

Se cumple ya un año desde el comienzo de la epidemia, y seguimos esperando. La complicada normativa del sector busca garantizar que todo medicamento sea seguro y eficaz: no se puede vender un medicamento no autorizado, y para que te lo autoricen debes demostrar su eficacia para cada indicación, que ésta es superior a los tratamientos existentes, en su caso, y que los posibles efectos secundarios son asumibles.

Pero este garantista sistema también tiene sus propios efectos secundarios, y muy graves: son necesarios, de media, 10 años de ensayos (primero en animales y luego en humanos) y cien millones de euros de inversión para llevar una molécula al mercado. Y la gran mayoría se caen por el camino. Y esto se traduce en medicamentos más caros, porque las compañías deben recuperar la inversión, y más escasos, porque a menudo se pierden en esta carrera de obstáculos moléculas que habrían podido ser valiosas para la humanidad.

El mismo Aplidin, por ejemplo, si no se ha perdido ha sido por el empeño personal del presidente de PharmaMar. Porque está actualmente aprobado en Australia para mieloma múltiple, pero se rechazó en la UE. A veces unas autoridades son más estrictas. Otras podemos sospechar si existen intereses inconfesables, como que la sanidad pública no quiera pagar el tratamiento, o que existan compañías más poderosas con productos competidores. Imaginen el dineral que va en que la población mundial elija una vacuna o un tratamiento concreto. No digo que sea el caso, aunque tampoco puedo descartarlo. Uno de los problemas del intervencionismo es quién vigila al vigilante, porque su poder puede -y suele- corromperse.

Este sistema extremadamente intervencionista se supone que nos protege, pero también obstaculiza la aparición de nuevos medicamentos. Y mientras buscamos el rigor científico por la vía administrativa, millones de personas mueren y billones de euros, que al final serán más vidas, se pierden. Nunca sabremos cómo habría capeado la epidemia una sociedad más libre, aunque tenemos el buen ejemplo de países como Nueva Zelanda, Taiwan, Singapur o Corea del Sur, que optaron desde el principio por el control riguroso de fronteras y la erradicación total del virus con ayuda de la tecnología. Otros optaron por la permisividad, como Suecia. Los más, por una estrategia intermedia, ni chicha ni limoná, que simplemente confina cuando la sanidad amenaza colapso, aunque no esté claro si a largo plazo será peor el remedio o la enfermedad, porque el confinamiento también genera y generará durante años sus víctimas. Lo que pasa es que esas víctimas indirectas son muy difíciles de contar y por tanto tienen menor coste político. En ese pelotón de los indecisos, España está sin duda entre los peores: siempre tarde, siempre mal.

Sr. Sánchez, Sra. Darias, flamante nueva Ministra de Sanidad: no esperamos a estas alturas que hagan como Estados Unidos con su operación ‘Warp Speed’, que ha propulsado las vacunas con un chorro de dinero y espabilado a los reguladores, pero al menos intenten agilizar un poco estos nuevos tratamientos. Podrían acabar con esta pesadilla y salvar el mundo: ya veo sus estatuas.

Sobre todo, a mí, si me infecto, dejen que me pongan Aplidin. En un ensayo, como uso compasivo, o con las nuevas normas que dicten, que no será más difícil que confinarnos o cerrar negocios indiscriminadamente, pero a mí, dadas las circunstancias, la evidencia existente me basta. Lo que no puede ser es tardar más de un año en probar si un prometedor medicamento ya existente funciona. La seguridad está demostrada en más de 1.300 pacientes (lo estaba ya hace un año). ¿De qué nos protegen, de que no sea eficaz y tiremos el dinero? Pues asumo el riesgo, hombre ya. Que la ‘protección’ que nos dispensan se parece cada día más a la del Padrino.


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