No es este un 8 de marzo cualquiera, sino que el de este año se ve especialmente marcado por la irrupción de múltiples demandas que, si bien no son nuevas, parecen estar a punto de acariciar con los dedos de la mano la consecución de derechos civiles y fundamentales para aquéllas a las que se ha negado la voz. Aquéllas a las que, actualmente, desde determinados sectores (generando en nosotras cierto estupor e incomprensión), se las señala como impostoras o como posibles “enemigas”, como si vinieran a dinamitar o a cuestionar derechos que, en definitiva, han venido a ensanchar el significado, vigencia y vigor de los Derechos Humanos, aprobados en la Declaración Universal de 1948.
Nos referimos a nuestras compañeras, hermanas y aliadas trans*, múltiples y diversas, quienes han decidido salir de una vez por todas de una minoría de edad impuesta por sectores sociales ajenos a sus reivindicaciones. Reivindicaciones que, de hecho, entroncan de pleno con las sucesivas oleadas feministas, pese al recelo, reticencia y rechazo de algunos sectores que quisieran salvaguardar una misteriosa “esencia femenina”, una nueve suerte de la mística de la feminidad, parafraseando a la feminista norteamericana Betty Friedan. ¿Acaso no han sido las sucesivas reivindicaciones feministas una revolución incesante para deshacer el imaginario patriarcal según el cual habría un quién y un qué destinado al sujeto que encarnan las mujeres, falsamente universal? Recobrando la memoria histórica imprescindible para las sucesivas oleadas feministas, iniciadas con las sufragistas y que hoy en día tienen como nuevo foco las luchas latinoamericanas que ponen en el eje central las múltiples violencias ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres y sus deseos, las mujeres trans* vienen, a su vez, a ensanchar dicho horizonte. A ensancharlo para desmitificar que haya un destino que marque bajo qué parámetros raciales, de clase y de género se es mujer, poniendo de relieve que no desmontar dichos elementos supone olvidar las violencias simbólicas, psíquicas y físicas que nuestras hermanas, las mujeres trans*, padecen diariamente en todos los rincones y lugares.
Es por ello que este 8 de marzo no es uno más, sino que viene marcado por la lucha que suponga el fin del estigma, el fin del rechazo y la consolidación de una alianza que, de hecho, no es nueva, sino que empezó a tejerse durante los 70 del siglo pasado, en los años de la liberación sexual, y que se ha ido fortaleciendo. Porque, en efecto, con la consecución de un nuevo horizonte verdaderamente inclusivo de los derechos de las mujeres, donde las mujeres trans* tengan voz y voto, no pierde nadie, sino que ganamos todas. Inclusión que no puede quedarse solamente en buenas intenciones, sino que requiere de la implementación de medidas, leyes y políticas públicas concretas que, más allá de un listado de objetivos, pretendan transformar las condiciones materiales, afectivas y sociales en las que las mujeres trans*, como todas las demás mujeres, todas sin excepción, sean ciudadanas de pleno derecho. Ciudadanas a quienes no se les pida que “demuestren” su condición de mujer por el mero hecho de haber puesto de manifiesto que la anatomía no es el destino, sino que ser mujer es inseparable de elementos subjetivos y sociales donde la elección, siempre contextualizada históricamente, tiene también su papel. Elección que ya nos recordó quien sentó las bases del feminismo de la igualdad contemporáneo, Simone de Beauvoir, en su libro El segundo sexo: “No se nace mujer, sino que se llega a serlo”. No hagamos, pues, del feminismo una lucha que enmascare relaciones de poder, sino que ejerzámoslo desde el reconocimiento de múltiples diferencias donde todas, absolutamente todas, ganamos si no les negamos su valor.