Una de las quejas constantes de muchas personas, incluidos algunos intelectuales de mayor o menor prestigio, respecto de las medidas restrictivas de interacción social y movimiento geográfico, es la violación que suponen de derechos fundamentales como el de la libertad de movimiento y asociación. También han utilizado este argumento los negacionistas de la pandemia.
De hecho, la razón principal de la necesidad de la declaración del estado de emergencia por parte del gobierno central es, precisamente, que se trata de la única cobertura legal que justifica las restricciones de derechos. Y como solo el gobierno central tiene esa potestad, excepto en algunos casos concretos, el cese de su vigencia ha provocado la necesidad de que los gobiernos autonómicos, que tienen la competencia de la gestión de la pandemia en sus territorios, obtengan de sus respectivos tribunales superiores de justicia el visto bueno de cada medida de limitación de derechos que consideren necesaria, lo que ha creado un importante galimatías jurídico debido a que algunos tribunales han emitido autos diametralmente opuestos para situaciones similares, haciendo necesaria la intervención del Tribunal Supremo, que deberá decidir y crear jurisprudencia.
Tanta preocupación ante la limitación de derechos resulta loable. Los ciudadanos, especialmente los intelectuales de prestigio, deben permanecer atentos y vigilantes ante las tentaciones del poder de limitar los derechos fundamentales y denunciar todo aquello que consideran una agresión a los mismos. Pero en este tema, en mi opinión, se está exagerando el celo, puesto que las medidas restrictivas se han revelado imprescindibles en la contención de la pandemia y tienen el consenso de la inmensa mayoría de los expertos en epidemiología, salud pública, enfermedades infecciosas y microbiología, y son nucleares para garantizar otros derechos fundamentales, como los derechos a la protección de la salud y a la vida, que podría ser que fuesen más básicos e importantes que los de movimiento y reunión.
Resulta curioso que muchos de estos ciudadanos e intelectuales que vociferan contra las restricciones impuestas por la pandemia, en cambio no dicen nada de los atentados gravísimos contra la libertad de expresión, otro de los derechos fundamentales, que venimos padeciendo desde hace algunos años, sobre todo desde la promulgación de la infame ley mordaza, que permite la persecución de ciudadanos de a pie, pero sobre todo artistas y políticos, por el simple hecho de criticar a determinadas personas o instituciones, como el monarca, la familia real, la policía, la guardia civil y la alta judicatura, por citar las más conspicuas.
Y tampoco protestan contra la utilización torticera de las leyes por parte de fiscales, acusaciones particulares y tribunales para, retorciendo su sentido original, conseguir condenas más severas. Los ejemplos más notables de esta tergiversación son el abuso de las figuras delictivas de enaltecimiento del terrorismo y del delito del odio, especialmente de este último.
El delito de odio se creó para la protección de minorías desfavorecidas. Su utilización para perseguir a ciudadanos, a veces pertenecientes a alguna de esas minorías, por supuestos delitos contra instituciones o cuerpos del estado, es infame y contraria a otro derecho fundamental, el de la tutela judicial efectiva. Ni la familia real, ni el jefe del estado, ni la guardia civil, ni los jueces, ni los altos cuerpos de funcionarios del estado son minorías desvalidas, por lo que utilizar la acusación de delito de odio para agravar una sentencia no es justicia sino, en todo caso, venganza o escarmiento ejemplarizante, aviso para navegantes.
El ejercicio de la libertad de expresión es, en estos momentos, una actividad de riesgo en nuestro país, sobre todo para algunos colectivos, en especial artistas, cantantes y políticos, si la ejercen para criticar a determinadas instituciones, con el agravante de que, además, te pueden encasquetar de matute el delito de odio, o el de enaltecimiento del terrorismo, con lo que te acaban de hacer un traje a medida.
Y el autodenominado gobierno más progresista de la historia no parece que tenga en su agenda ningún proyecto para eliminar la ley mordaza, ni para delimitar con precisión los casos en que sería aplicable el delito de odio.
… es cierto que es un problema, pero como siempre, de aquellos polvos estos lodos… todo tiene un antecedente, un problema que se solucionó muy mal, y ahora la bola de nieve nos está tragando… ese problema es haber mantenido tantos años ese sinsentido que es el supuesto “delito” contra los sentimientos religiosos y que aún exista esa memez del “delito” de blasfemia… el no haber suprimido enseguida esas tonterías, ha hecho que con el tiempo se haya dado un bandazo hacia el lado contrario, construyendo otros supuestos “delitos” del aire… por eso la corona, el gobierno, los entes supremos en suma, no han querido ser menos que la otrora todopoderosa iglesia en marcar las reglas para blindar su reputación y finos oídos, su inocente corazoncito y sus finos oídos… CREENCIAS, contigo empezó todo… si tenemos que respetar esas TONTERÍAS, no me extraña que ahora nos la tengamos que sujetar con papel de fumar cuando tratemos con la realeza, con el gobierno o con la judicatura, entes todos en teoría SÚBDITOS nuestros, pero que también quieren jugar al juego de esa secta extranjera que no tiene nada que ver con nuestra sociedad y nos obligó a respetarla queramos o no… // CODA: “el autodenominado gobierno más progresista de la historia” no es el que instauró la ley mordaza, fue la derechona… típico intento de manipulación, hacer creer que el más responsable el que se encuentra con el estropicio que el que huye tras haberlo hecho…