El modelo económico de libre empresa, que Marx bautizó como capitalismo, experimenta un permanente cambio tecnológico puesto que los empresarios tienen que poner todas sus energías y capacidades en el control y la contención de costes, así como en la diferenciación o mejora de sus productos para hacer frente a la dinámica de la competencia. Esta es la única estrategia que les puede permitir tener alguna ventaja, casi siempre temporal, sobre el resto de empresas.
Sin embargo, la existencia de las regulaciones gubernativas ofrece una alternativa; la de apelar al gobierno para evitar la competencia. Así, los empresarios a cambio de protección pueden ofrecer apoyo político. Una práctica que beneficia mucho a unos pocos y que perjudica aparentemente poco a muchos, por lo que a su vez resulta sencilla su “venta” electoral. Este tipo de actuación tiene como consecuencia indeseada trasladar parte del gasto empresarial que se hubiese dedicado al desarrollo de nuevos procesos y productos hacia acciones lobistas. Es decir, se gasta más en abogados y menos en ingenieros.
La consecuencia de todo ello no es otra que los países en los que la competencia está más arraigada y salvaguardada suelen coincidir con aquellos que generan nuevas tecnologías, procesos y productos. Mientras que aquellos otros con más intervención gubernativa acostumbran a ir siempre a remolque en esta materia.
España, por las políticas del gobierno central, y también por las de comunidades autónomas, está en el grupo de los países en los que es más rentable contratar abogados lobistas que ingenieros desarrolladores de procesos y/o productos.
En estas circunstancias la llegada de los fondos europeos puede permitir que algunas empresas adquieran la tecnología de otros entornos económicos. Algo que sin duda puede constituir una puesta al día puntual en algunos casos. No obstante, la dinámica económica no cambiará por sí sola, por lo que los efectos positivos se irán diluyendo rápidamente. Si, además, esos fondos se financian con nuevas emisiones de deuda, puede producirse un incremento del nivel de precios que tenga consecuencias negativas, no sólo en el funcionamiento del mercado interno, sino también en la competitividad de las exportaciones.
Este es el motivo de la trascendental importancia que tienen las llamadas “reformas económicas estructurales” que, en principio, condicionarán la llegada de los fondos. Todas ellas van encaminadas a dar mayor protagonismo a los criterios de mercado; limitando de forma clara las posibilidades de intervención y prohibicionismo gubernativo. Ahora bien, esas reformas son muy difíciles de llevar a cabo desde el poder político porque alteran el statu quo que lo aupó. Jacques Delors decía: “sabemos lo que tenemos que hacer, pero no sabemos cómo hacerlo”. Este es uno de los principales dilemas a los que nos enfrentamos en el presente. Aunque desde el Gobierno se nos repita, una y otra vez, que la llegada de fondos lo solventará todo, lo cierto y verdad es que sin un programa de reformas la alegría durará muy poco.
Históricamente, solo en dos ocasiones España ha podido culminar un plan de reformas económicas profundo: durante la “Gloriosa”, en 1868, cuando se adoptó la Peseta como moneda nacional; y en 1959 con el Plan de Estabilización. En ambos casos el poder político, deseoso de mantenerse en los puestos de mando, aceptó la colaboración de reformadores capaces de volverse a casa una vez finalizada su tarea. En ambos casos las políticas populistas previas habían agravado la situación. Ahora bien, en el primer caso fue necesario un cambio de régimen, en el segundo tan sólo un reemplazo de ministros que afianzó al dictador.
Hasta ahora el presidente Sánchez ha practicado un populismo de manual, sin importarle tensionar al máximo a las principales instituciones del país ni sus consecuencias económicas. Ha demostrado estar dispuesto a pagar cualquier precio para permanecer en Palacio. Pronto las reformas económicas pendientes se convertirán en una parte más de ese precio.