En general todos tenemos dos papeles económicos relevantes y claramente diferenciados, el primero es como trabajadores o productores y el segundo como consumidores. Por el primero, deseamos una sociedad corporativista que nos proteja de la dura competencia que empuja a los costes y, por tanto, a los salarios a la baja; mientras que por el segundo deseamos una oferta muy competitiva que nos permita adquirir los productos y servicios que consumimos con la máxima calidad y a precios ajustados. Dicho en otras palabras, mientras que como productores deseamos restricciones a la competencia o, mejor aún, que nuestro puesto de trabajo se enmarque en un sector monopolístico; al mismo tiempo, como consumidores deseamos beneficiarnos de la máxima rivalidad empresarial.
En los sectores regulados con poder monopolístico apenas se produce ningún tipo de innovación, así que ese statu quo proporciona, a quien se gana la vida en él, una placentera sensación de seguridad. Un terreno conocido y seguro con unos ingresos estables y, posiblemente, elevados. Pero a la hora de comprar, independientemente de cuáles sean nuestras ocupaciones laborales, siempre preferimos adquirir productos novedosos fruto de la energía creativa puesta en no quedarse atrás con respecto a los competidores. en tensión de quien dedica sus energías productivas a un sector altamente competitivo.
Una vez explicado lo anterior, la pregunta es ¿Desde cual de nuestros dos papeles económicos decidimos nuestro voto? ¿Votamos como consumidores demandando preservar o incrementar la competencia empresarial?; o ¿Lo hacemos desde nuestra perspectiva de trabajadores deseosos de obtener los privilegios de la regulación? Se trata de una cuestión relevante, pues además de que la mitad de la economía de un país se inscribe en su sector público, la otra mitad se configura en función de las reglas del juego que marquen las leyes.
Pues bien, si consideramos que la forma de actuar de los partidos políticos consiste en identificar a grupos sociales con interés definidos con el fin de poderles ofrecerles “promesas electorales”, podemos concluir fácilmente que, como casi nadie se identifica como consumidor y si como perteneciente a un sector productivo, las ofertas políticas potenciarán el corporativismo. Lo que tendrá como consecuencia una regulación de la actividad económica que la conduzca a la rigidez y a la pérdida de competitividad.
Esta dinámica corporativista, en la actualidad, se está desarrollando en el contexto de la economía muy vinculada con el exterior a través de una compleja red de interrelaciones comerciales. Lo que se traduce en una pérdida de posiciones en los correspondientes rankings.
Sin embargo, lo más grave es que para estimular la actividad y recuperar posiciones los gobiernos en lugar de afrontar las necesarias reformas que eliminen o reduzcan el paralizante corporativismo, optan por regar con fondos públicos la economía. Con lo que el resultado puede, perfectamente, convertirse en un fuerte estímulo de las importaciones que dificulte aún más el despegue de la actividad. Los fondos se dedicarán preferentemente a adquirir bienes y servicios producidos de una forma más eficiente y, por tanto, en el extranjero.
En definitiva, cuando la dinámica política lleva a contentar a las personas por su vertiente productiva en vez de por su papel como consumidores se acrecienta un corporativismo que dificulta la actividad económica por la pérdida de productividad y competitividad que lleva asociada.
La respuesta es sencilla pese a la controversia; los políticos que desean votos, los van a obtener de los sectores consumidores, simplemente porque son muchos mas.