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“PIB: ¿Dónde está la bolita?”

Un artículo de Pep Ignasi Aguiló

Dinero sobre una mesa.
Dinero sobre una mesa.

El PIB (Producto Interior Bruto) es un instrumento económico que tiene su origen en los mandatos del presidente Roosevelt, aunque este no llegó a utilizarlo. Es por tanto, una herramienta muy reciente, cuyo uso se generalizó con las ayudas estadounidenses a la reconstrucción de posguerra. Estaba encaminado a facilitar la información necesaria para que el gobierno pueda intervenir en la economía, al objeto de suavizar o incluso evitar las fluctuaciones cíclicas de la misma. Su misión concreta es medir la producción agregada (total) de todo un país o región.

Desde que, inicialmente, lo diseñara Simon Kuznets ha cosechado toda suerte de críticas, principalmente por parte de aquellos que no vinculan el bienestar con su base económica.

De hecho, como alternativa menos economicista, se propuso, hace unos cincuenta años, su sustitución por el IDH (Índice de Desarrollo Humano) para otorgar más protagonismo a variables menos netamente económicas.

Sin embargo, hoy me gustaría destacar solo dos críticas diferentes que no suelen figurar en los medios. La primera se refiere al efecto de la inflación, que llevó a que durante algún tiempo se diferenciara entre PIB nominal y PIB real. Puesto que, evidentemente, un incremento generalizado de los precios conlleva un incremento del valor nominal del PIB, que no se corresponde con un incremento de la producción real.

Con las grandes inflaciones, experimentadas en la década de los setenta, que sólo terminaron cuando la mayoría de países comprobó en sus propias carnes sus devastadores efectos, se inició una lucha sin cuartel contra ese monstruo que destruía el valor del dinero e imposibilitaba el funcionamiento del complejo sistema de precios libremente negociados.

Una batalla que culminó con éxito con la adopción del Euro, tomando como referencia al sólido Marco alemán. Luego, con la estabilización del valor de la moneda, dejó de resultar relevante distinguir entre ambos tipos de PIB, y ya casi no lo hacemos.

Así pues, ahora sin esa diferenciación, un aumento generalizado de los precios, tal como desgraciadamente vuelve a ocurrir, se traduce inmediatamente en un incremento de los guarismos de la macromagnitud, a pesar de que, desde luego, esto no sea real. Una circunstancia que un gobierno populista, como el actual, aprovechará para desplegar todo su enorme aparato propagandístico en un nuevo capítulo de engaño masivo.

El otro problema del cálculo del PIB es que todo mayor gasto público (sea del tipo que sea) siempre lo mejora. Es decir, más gasto público significa más PIB con independencia de si este es productivo o no. Así, por ejemplo, un simple incremento del sueldo de los funcionarios, o directamente pagar por hacer agujeros que después se vuelvan a tapar, se traduce directamente en un aumento ponderado del PIB, aunque, lógicamente, no se haya producido ningún incremento de la producción con tales acciones. Este es pues, otro truco susceptible de utilizarse de forma torticera y propagandística por los gobernantes cortoplacistas menos escrupulosos, tan frecuentes hoy en día.

Los citados son tan sólo dos de los problemas más conocidos de la contabilidad nacional, que muestran a las claras como la honestidad es el prerrequisito necesario que permite hacer de la variable macroeconómica en una herramienta útil para la mejora social.

Todo esto lo cuento porque a raíz del último episodio vivido la semana pasada con la fuerte corrección, por parte del INE, de la cifra estimada de crecimiento para el segundo trimestre, justo después de que la ministra del ramo acabara de anunciar otra muy superior. Me he acordado de mis años en la actividad política, pues, en aquel tiempo, también de crisis, cada vez que una institución diferente a la nuestra anunciaba un buen dato económico, los más veteranos del entorno exclamaban “¿Dónde está la bolita?”


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