La semana pasada, en esta misma columna, abogaba por la aceleración de la vacunación de los jóvenes de doce a veinticinco años y por implementar la de los niños de cinco a doce, tan pronto como se pudiera, tras la aprobación de la Agencia Europea del Medicamento.
En estos momentos, ya se ha anunciado, por parte de las autoridades sanitarias, el inicio de la administración de la vacuna a los niños, y han surgido algunas dudas y reticencias, no ya por parte de los militantes antivacunas y conspiranoicos sempiternos, que se dan por sabidas e inevitables, sino por parte de padres y madres legítimamente preocupados por las posibles repercusiones para la salud de sus hijos, preocupación razonable azuzada, en parte, por todo el ruido mediático inducido por las falsedades y fantasías de los negacionistas y por algunas informaciones no suficientemente bien explicadas sobre posibles efectos secundarios graves de la vacunación en niños.
Sobre todo, se hace referencia, al igual que en la inmunización de adultos, a que no hay suficiente experiencia con la vacunación de niños y que, por tanto, no hay un conocimiento exacto de cuáles puedan ser los efectos secundarios y con qué frecuencia puedan aparecer. Sin embargo, se ignora el hecho de que en algunos países, como Israel y Estados Unidos, entre otros, hace ya tiempo que se está vacunando a este segmento de edad y que la incidencia de problemas postvacunales es mínima. La vacuna en niños se está demostrando eficaz y segura.
Se está haciendo especial hincapié en la aparición de algunos casos de miocarditis y pericarditis, complicaciones que sí pueden ser potencialmente serias, pero se ha de aclarar que su incidencia es extraordinariamente baja, y también se debe saber que la posibilidad de que un niño desarrolle una de estas patologías es casi cuarenta veces superior si se infecta por el virus, aunque sea una infección leve o asintomática, que a consecuencia de la vacuna.
También se está aduciendo que se pretende vacunar a los niños no por su beneficio, sino para conseguir elevar el porcentaje de población vacunada y, así, mejorar la inmunidad de grupo, cuando a ellos no les haría falta, puesto que casi nunca desarrollan la enfermedad en caso de infectarse con el virus. Al respecto, se debe saber que los niños, si bien es verdad que sus infecciones suelen ser asintomáticas, sí que desarrollan con una cierta frecuencia algunas manifestaciones del denominado síndrome postcovid, que pueden durar semanas o meses y provocar una seria disrupción de su día a día. Así pues, vacunar a los niños también es en interés de su propia salud.
Por otro lado, los niños se infectan y diseminan la infección aunque no enfermen, con lo que se convierten en diseminadores de la infección y en un peligro para los miembros más mayores de sus familias, especialmente los abuelos, y, además, la infección en un niño obliga a aislar a su clase o, como mínimo, a su grupo más cercano, lo que también supone una seria alteración de la normalidad escolar y de su educación.
Por tanto, por su seguridad, por su salud, por la salud de sus familiares, amigos y profesores, por la ampliación de la inmunidad de grupo, y porque la vacuna es eficaz y segura, los padres y madres deberían considerar seriamente vacunar a sus hijos de cinco a doce años.