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“Luz de atardecer”

Un artículo de Jaume Santacana

Atardecer en Binisafua (Foto: Mikel Llambías)
Atardecer en Binisafua (Foto: Mikel Llambías)

A mediados del mes de diciembre; casi en el breve entretiempo que transcurre entre la finalización del equinoccio de otoño y el inicio del solsticio de invierno. Atardecer.

Observo -desde mi terraza- los instantes en los que un sol decadente y marchito anuncia su desaparición en el horizonte. En los árboles de mi entorno se refleja una luz dorada, pajiza, lánguida y algo taciturna. Sus hojas evidencian un toque de romanticismo que recuerdan alguna melodía de Mendelssohn; y se mecen, las hojas, tímidamente, adormecidas por una ligera brisa que ayuda a clarificar el ambiente. Sol, aire, tierra… y el fuego en el hogar, los troncos crepitan y festejan el fenómeno de la desigualdad, mostrando que no hay segundos ni minutos parecidos… como las olas del mar; como la vida.

Mi sentimiento se desvanece al mismo ritmo que el que mantiene el Astro por excelencia, el rey de las estrellas, el fuego del cosmos. Mi cerebro y sus ramas neurológicas me transportan del concepto de la vida al de la muerte, como si se tratara de un fuego que se enciende y que, más tarde, se apaga inexorablemente, sin remedio, sin solución de continuidad, sin posibilidades de eternidad.

Mi alma utiliza su espejo particular para declararme la guerra: la muerte es el fin. Un fin que, como todos los fines, ha tenido su boceto, su iniciación y que, por el camino, se va erosionando por puro desgaste, tal y como cualquier artefacto de material mecánico; hasta su desaparición en la nada que, curiosamente, fue, también, su origen primitivo. El vacío, antes y después. La pura mineralización, el hueco, el desierto sin existencia ni duración.

Prosigo regalando, generosamente, mis pensamientos y mis raciocinios al extenuado atardecer. Estoy obsequiándole con mi intimidad y ofreciéndole mis adentros.

Los nacimientos se suelen gratificar con alegrías; las muertes transportan tristeza, desconsuelo, abatimiento y amargura. Y, mientras tanto, una vida consagra todo tipo de manifestaciones sociales, intrínsecas o personales. Visto desde la óptica que ofrece una cierta edad, todo acontece de manera fulminante: el paso meteórico del tiempo, el trabajo o las aficiones, el amor, la soberbia, el placer, los malos tragos, la vanidad, el odio o la animadversión, las enfermedades y el dolor, el cansancio, la maldad y la perversión… todo esto y mucho más en un plazo limitado por las circunstancias, por el azar, por la ley de lo inexorable, por la más genuina realidad formal y material.

El humano tiene -durante este período vital- escaso tiempo para arrepentirse, para sentir la plenitud del entorno, para vivir intensamente o para llorar. No sólo es breve el deslizamiento de la vida; También, o además, la cronología se transforma en velocidad y el pasado y el futuro llegan a confundirse aunque, evidentemente, no hay marcha atrás.

El sol va muriendo, como todo. Las hojas que ahora van borrando, lentamente, su pátina áurea no serán conscientes del hecho del escaso tiempo del que disponen antes de cubrir las calles y de ser pisoteadas, primero, y aspiradas por una bomba mecánica vulgar y banal; de acabar, también, su vida. Como todo.

El sol pierde intensidad y brillantez y deja paso a las sombras que, de por sí, ya son bastante lúgubres y tenebrosas. Los árboles mueren convertidos en sombras siniestras.

Cierro las ventanas de mi terraza, me instalo frente al fuego del hogar y desvío mis pensamientos hacia el amor, hacia ‘mi’ amor; el que me da vida, serenidad, tranquilidad, y, repito, vida.


Comments (2)

  1. … sí, así es la vida, una ventana cósmica temporal en la que nos vemos abocados, y en cuanto tomamos conciencia de ello, ya estaremos prestos a abandonarla… por eso hay que amar cuanto más mejor, totes les deixades son perdudes, companys… y me refiero que a la porra Platón, hablo de folgar, pardiez…

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