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“A miña terra”

Un artículo de Jaume Santacana

Santiago de Compostela.
Santiago de Compostela.

Acabo de regresar de una estancia en mi querida Galicia. Una semana de goce y descanso en la intimidad de una familia bondadosa, noble, hospitalaria y acogedora. Buenos y fieles amigos, en suma.

Viví, hace ya más de tres lustros, una etapa feliz en esta tierra situada donde, precisamente, la tierra abandona su verde tradicional para convertirse en un jardín gris y azul de un mar enfadado y productivo.

Para mis entrañas, Galicia es más, mucho más, que un lugar. En mi humilde mente, esta porción de mundo situada entre el fragor del oeste y el cielo del norte representa un espíritu de vida, un descanso para la vista y un reposo para el alma. Sus suaves colinas junto a sus escarpados precipicios representan un modelo geográfico de hondas repercusiones sensoriales. A su vez, la zonas montañosas conviven con unas playas de ensueño, playas que se llenan y vacían de arena con pulcra y precisa periodicidad.

Un pequeño país que ha resistido siempre a invasiones y convulsiones procedentes de su exterior; no es fácil entrar en Galicia y sus habitantes lo saben… y tanto celtas como romanos conocían bien su orografía y, por lo tanto, sus dificultades extremas. Su historia pertenece a su pasado más ancestral y, en cierto modo, primitivo, lo que le confiere una naturalidad fuera de serie. En Galicia hay mucho de genuino… todavía. Y, de ahí que lo “intacto” de su pueblo se mantenga sin fisuras.

Aquello de los llamados latifundios andaluces es, en Galicia, el equivalente de los también denominados minifundios, lo que crea un sinfín de pequeñas parcelas que siembran sus campos de lugares, parroquias y aldeas, aisladas algunas y, cada ve más agrupadas dentro de los límites artificiales de grandes núcleos de población transformados en ciudades dormitorio. Cierto es, que muchas de sus casas dispersas no siempre conjugan bien con la sensibilidad artística ni con la estética agradecida de sus campos: no siempre rezuman el límite de un objetivo buen gusto; ni por su construcción ni por los colores llamativos de sus pinturas. Pero esto, por ahora, no representa demasiados problemas.

La lengua de los gallegos y su gastronomía aparecen en un lugar primordial en el carácter de sus ciudadanos, urbanos o rurales. El gallego es una lengua dulce y transparente que, acompañada de una música suave en su entonación proporciona una melodía de tonos rica e intransferible. Hablo del idioma hablado por el pueblo llano, la gente del mundo agrícola o pesquero; otra cosa distinta es el lenguaje oficial usado en los medios de comunicación, especialmente en radios y televisiones, casos en que la lengua aparece adulterada en aras de una mejor comprensión. En cuanto al comer, Galicia posee una enorme, imponente calidad en lo que se viene en llamar materia prima, tanto en el terreno de las viandas como en lo que se refiere a pescados y otras bestias marinas tales como los mariscos. Otra vez, la naturalidad extrema. El cocinado de estos magníficos productos, frescos y cuidados con amor, se refleja en distanciarlos de falsos artificios que engañan al paladar.

Las cocciones de dichos elementos se mantienen en un orden de sencillez absoluta: brasa o hervidos.

Visto lo visto, Galicia me parece un excelente ejemplo de calidad de vida y su “retranca” (harto difícil de comprender por un foráneo) dibuja una parte de la idiosincrasia a destacar; muy “suya”, muy aguda, muy fina.

En su día, ya escribí un libro sobre Galicia. Ahora, en este breve artículo no cabe lo que siento por este reducto edénico; sólo alguna pequeña visión de la semana en que he resucitado en esta maravillosa tierra.

Háganme un favor: visiten Galicia, pero no se me aglomeren.

Respétenla, por favor.


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