A mí no me parecía mal, pues aunque ya entonces intuía que quizás era más práctico saber inglés, estaba casi seguro de que desde muy joven viviría y trabajaría en París, como escritor bohemio o como director de cine, paseando por el Barrio Latino, navegando por el Sena en un ‘bateau mouche’ y charlando sobre poesía o filosofía con eminentes catedráticos y catedráticas de La Sorbona.
En el fondo, me imaginaba llevando una vida casi igual o muy parecida a la del gran Gene Kelly en Un americano en París, del maestro Vicente Minnelli, aunque sin pintar, ni cantar, ni bailar, ni hacer increíbles acrobacias en medio de la calle.
Ya en el instituto, tenía la opción de seguir estudiando francés o de pasarme al inglés, y esto último es lo que hice, pues aunque ya entonces intuía que quizás era más práctico saber alemán, estaba casi seguro de que de mayor me marcharía a Hollywood a traducir guiones, como mi admiradísimo Enrique Jardiel Poncela, o al Reino Unido a trabajar en la BBC.
No hará falta que les diga que finalmente no fue así, pero gracias al inglés tuve al menos la posibilidad de poder trabajar durante unos años en el aeropuerto de Son Sant Joan, en donde fui muy feliz como coordinador de vuelo de Iberia.
En aquella época, decidí matricularme en el Estudi General Lul·lià para estudiar alemán, pues aunque ya entonces intuía que quizás era más práctico saber árabe, estaba casi seguro de que, por algún azar inexplicable, algún día acabaría viviendo en un castillo del antiguo imperio austrohúngaro junto con una baronesa que yo fantaseaba que se llamaría, no sé muy bien por qué, Ludmila Elisabeth Von Dross de Chatenburg. Pero fueron pasando los años y esa posible nueva vida en el extranjero finalmente nunca llegó.
Mi siguiente reto lingüístico fue, hace ya diez años, prepararme para conseguir el nivel C de catalán, pues aunque ya entonces intuía que quizás era más práctico saber chino mandarín, pensaba que con ese diploma me sería seguramente mucho más fácil poder conseguir nuevos trabajos y abandonar ya para siempre mi habitual precariedad laboral.
Una década después, mi vida continúa siendo hoy poco más o menos igual a como era cuando aún no tenía ese diploma, es decir, un pequeño desastre casi apocalíptico, pero al menos me queda el consuelo de que ahora puedo indicar en cinco o seis idiomas diferentes cómo llegar hasta la Catedral a los amables turistas que muy educadamente hacen todavía hoy ese tipo de preguntas.