Tengo cerdos en casa. Dos. Nada que ver con la familia: son educados y amenos. En ocasiones, se muestran sumamente cariñosos; tanto, que, algunos días, les tengo que parar los pies. Son cerdos masculinos, con lo que –según mis tendencias amatorias- no llegamos a ninguna concreción. Ellos tontean y me tantean, aunque ya saben de qué pie calzo.
Viven bien: el espacio es suficiente y les permite pasear entre otros vertebrados, como pollos, gallinas, conejos, patos, y pavos. De todas maneras, no se relacionan excesivamente: son muy suyos, los cerdos.
Hay quien dice que los puercos son guarros, o sea, sucios. Esta afirmación es más falsa que un duro sevillano. Los guarros suelen ser los amos que les tienen malviviendo entre la mierda que no limpian, los muy vagos. Yo, personalmente, les tengo impecables y ellos, los cerdos, procuran asearse al máximo y no dar la impresión de dejadez o de falta de higiene.
Los cerdos no hablan, pero entienden perfectamente aquello que –vocalizando bien- se les explica. Lo he comprobado cientos de veces. Muy pocas veces he tenido que utilizar la vara; sólo cuando se cabrean de manera incómoda. Son dóciles y disfrutan de un nivel de inteligencia que ya lo quisieran para si algunos humanos.
Hay un detalle que me enternece profundamente: sus ojos. Tienen una forma de mirar, penetrante, incisiva, arrebatadora, lejos de mentiras e hipocresías. Los cerdos con ojos azules me deslumbran, enaltecen mi espíritu, me cautivan…saben expresar unos sentimientos que –por muy irracionales que parezcan- tienden a la humanidad más incontestable.
Para quien lo ignore: los cerdos tienen signos que les acerca a los humanos: estornudan. Ver a un gorrino estornudar da la misma impresión que ver nacer a un bebé: todo ternura.
Yo les hablo. Hay personas que les habla a las flores, cosa que me produce un alto grado de perplejidad. Yo les comento cosas; las que entiendo que les pueden interesar (no les cuento que Rajoy ya no es presidente del Gobierno, por ejemplo).
Por Navidad, les ofrezco galletitas y champagne; y un par de días antes de su sacrificio, les suelto una perorata sobre el hecho de haber vivido en unas condiciones superiores a las que habrían vivido, estando en un nivel de cautividad superior.
Justo en el momento de morir me miran, directamente, a los ojos, como héroes; y, perceptiblemente, me regalan una leve sonrisa final, como de agradecimiento eterno.
Son tan dulces…
… los verdugos no deberían encariñarse con el sujeto de su trabajo… no es profesional…