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“Miedo a volar”

Un artículo de Jaume Santacana

"A partir de este momento, volar significará un verdadero viaje por la selva en la que el caos será la norma. Un horror, de verdad". (Foto: Alberto Ortega)
"A partir de este momento, volar significará un verdadero viaje por la selva en la que el caos será la norma. Un horror, de verdad". (Foto: Alberto Ortega)

Entonces va el comisario del Mercado Interior de la Unión Europea, Thierry Breton y organiza una rueda de prensa para anunciar, a bombo y platillo, la gran noticia: Bruselas, o sea la UE, permitirá, en un futuro muy próximo, a los viajeros del transporte aéreo toda clase de operaciones con teléfonos móviles; entre ellas, hablar. ¡Chin-Pum!

No hace falta ser un lumbreras para imaginar que tal medida forma parte del tan cacareado “fin del mundo”, es decir, de la Apocalipsis o, lo que viene a ser lo mismo, el derrumbe de las murallas de Jericó al sonido de siete trompetas tocadas por siete sacerdotes.

A partir de la promulgación de esta nueva ley permisiva, tener que volar junto a doscientos ochenta loros humanos va a ser la leche; pero no la buena y sana leche de vaca, sino la de polvo. Soportar, incómodamente, un vuelo de horas (a veces muchas, casi demasiadas) con los pasajeros de al lado, los contiguos, vamos, hablando sin parar con sus respectivos directores generales del trabajo, sus amantes, sus vecinos de comunidad (de vecinos, claro), su fontanero, sus ahijados o su coach de natación… puede ser una auténtica ruina para los -hasta ahora- tranquilos pasajeros que -hasta ahora, repito- disfrutaban de una especie de gloria terrenal en el cielo, tal como si estuvieran en un monasterio; en una iglesia; en la cima de una montaña (no en todas: el Everest -para poner un ejemplo- se parece más a una jornada de playa en agosto en Ca’n Pere Antoni, en Palma); o, finalmente, en una biblioteca.

Viajar en un avión -desde el comienzo de los tiempos (de los tiempos de volar, se entiende) hasta ya mismo- era, berreos de bebés aparte, un auténtico placer. Era un lugar que, indiscutiblemente, te elevaba espiritualmente; te hacía sentir mejor persona… los pasajeros leían (para los que no sepan que significa este verbo, ya lo explicaré otro día), visionaban películas con sus auriculares silenciosos (bueno, no todos), tomaban copas, dormían a pierna suelta (encogida pero suelta) o bien sólo dormitaban angelicalmente, con sueño de siesta.

Realmente, era lo que ahora se viene en llamar “metaverso”, ya que era un lugar que te transportaba a otro lugar.

A todo esto, va el cretino del comisario europeo, Thierry Breton y, en la misma conferencia de prensa suelta impunemente: “el cielo dejará de ser una limitación en lo que se refiere a las posibilidades que ofrece la conectividad super-rápida y de alta capacidad”. Y digo yo con altivez, seguridad y una cierta mala educación: “¿se puede ser más gilipollas?” (con perdón incluido, claro).

A partir de este momento, volar significará un verdadero viaje por la selva en la que el caos será la norma. Un horror, de verdad.

En el AVE, debido al sidral que se armaba en cada vagón (la gente, mucha gente, en general, vocifera, brama, se desgañita, berrea, cuando habla con el móvil igual como lo hace cuando está al lado de un extranjero)… pues bien, RENFE creó un vagón -o unos vagones- especiales cuyo beneficio consistía en el silencio y la posibilidad de relajamiento y reposo de pasajeros que deseaban cierta tranquilidad. En estos espacios ferroviarios estaba, y de hecho está, todavía, prohibido usar el móvil. Pues bien, pasado un ligero lapso de tiempo (corto, muy corto) la “gente” -siempre la “gente”, la masa- invadió estos vagones con sus móviles y este universo idílico y placentero dejó de existir. Ahora es lo que se denomina como “olla de grillos” (o de energúmenos, si se me permite). Doy fe de ello, desgraciadamente.

En las cabinas de los aviones, próximamente, deberían colgar un cartel con una insuperable frase de Jorge Luis Borges: “no hables, excepto si es para mejorar el silencio”.

Ya no voy a tener miedo a volar: ¡voy a tener pánico!


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