Quizás no se haya prodigado tanto al hablar del cambio climático. Sin embargo los cambios de temperatura nos afectan a las personas en más de un sentido y, particularmente, los que se producen de manera repentina. Si observamos las gráficas, el aumento medio de temperatura se ha dejado notar más en las últimas décadas. Romper la barrera de los récords (ya sea de calor o de la virulencia de las tormentas y otros fenómenos meteorológicos) supone un agravio.
La presión atmosférica la notamos. Hay quien es más sensible a estos cambios y lo puede llegar a notar en su cuerpo, especialmente en quien ha sufrido una herida reciente, como una fractura. Por eso se explica que haya quien anticipe cambios repentinos en el tiempo puesto que en su cuerpo que está recuperándose (reparándose) notan antes que los demás esos cambios en la presión atmosférica.
También afecta al comportamiento. Una primavera casi veraniega por las temperaturas que se han sufrido en algunos lugares puede romper la dinámica normal y poner en alerta nuestro sistema nervioso.
La ausencia de viento y un elevado nivel de humedad hará que todavía resulten más insoportables esos grados de más. Esto lo notamos más en las denominadas olas de calor. Si no estamos aclimatados al lugar donde recibimos esa ola de calor, es más difícil sobrellevarla y nos volvemos más irascibles puesto que perdemos el confort. El sistema nervioso se activa como si estuviera haciendo frente a una situación de estrés, se incrementa la adrenalina y aumenta la agresividad, como una respuesta defensiva ante una amenaza exterior.
Tenemos que entender en qué estado de salud estamos para advertir cómo nos puede afectar un aumento repentino de las temperaturas. La mayor parte de los ingresos hospitalarios y de la mortalidad relacionada con las altas temperaturas no son debidos a agotamiento por calor o golpe de calor sino a la descompensación y el consiguiente agravamiento de patologías preexistentes en personas vulnerables, fundamentalmente de tipo cardiovascular y respiratorio.
Tomemos como ejemplo el caso de patologías respiratorias. El calor produce un incremento de la demanda de oxígeno a nivel celular, que no puede ser atendida en personas que presenten patologías con insuficiencia respiratoria. La hiperventilación y la excesiva sudoración causan deshidratación por pérdida de líquidos, lo que contribuye también al espesamiento del moco bronquial y dificulta aún más la ventilación pulmonar.
Si nos fijamos en el corazón, la deshidratación también provoca hemoconcentración con mayor viscosidad de la sangre, que puede conducir a la formación de trombos con el consiguiente riesgo de accidentes cerebrovasculares y coronarios. Si a ello le añadimos el esfuerzo que supone el aumento de la frecuencia cardíaca, sobre todo en personas que presentan signos de importante aterosclerosis, se explica el aumento de anginas de pecho o infartos de miocardio que pueden aparecer durante las olas de calor.
El calor no afecta a todo el mundo por igual, depende de diversas causas y de las circunstancias del momento. Influyen factores individuales, de adaptación, hábitos personales y sociales, y determinadas condiciones asociadas al entorno.
En general, los grupos de población especialmente vulnerables o de riesgo son:
Los lactantes y niños de corta edad. Los niños más mayores suelen ser muy activos físicamente, generan más calor, se exponen más al sol mientras juegan y no toman las medidas necesarias para reponer los líquidos que pierden con el ejercicio, pues su sensación de sed no está tan bien regulada como en el adulto.
Los mayores de 65 años, especialmente los ancianos que viven solos o con escaso apoyo familiar, sufren enfermedades crónicas, discapacidad o están en situación de dependencia.
Las personas dependientes y/o con deterioro cognitivo, con poca autonomía en la vida cotidiana. Embarazadas. Quienes padecen una enfermedad crónica (cerebrovascular, cardiovascular, renal, neurológica, respiratoria, diabetes, trastornos mentales…).
Personas que requieren determinados medicamentos, como neurolépticos, antidepresivos, antiparkinsonianos, broncodilatadores, antiinflamatorios no esteroideos, sulfamidas, aminoglucósidos, diuréticos, antihipertensivos, antianginosos, antiarrítmicos, antiepilépticos, etc. Personas obesas. Trabajadores al aire libre, deportistas o quienes realizan actividades en ambientes exteriores que requieren esfuerzo o que implican una exposición o permanencia excesiva al sol y al calor. Aquellos que se encuentran en situación de aislamiento social, de exclusión o precariedad. Viajeros, turistas o transeúntes que proceden de zonas o países más frescos y que no están aclimatados a temperaturas elevadas.
La lista es larga y ser precavidos e hidratarnos bien puede ayudar mucho.