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“La elegancia”

Un artículo de Jaume Santacana

Hombre elegante
Hombre elegante

Suele asociarse el calificativo elegante a aquello relacionado con la vestimenta. Y sí, la verdad, encaja pero representa sólo una parte mínima de su semántica particular; su significado real alcanza muchos otros matices y se refiere a diversos apartados de nuestra relación vital.

La elegancia auténtica está muy relacionada con el verbo ser, el verbo por excelencia. Uno es elegante o no es. Se trata, sin lugar a dudas, de una manera de ser, de un estilo de vida en general, lo que contiene distintas formas de vivir, de estar, de saber estar y de participar correctamente en una comunidad determinada, en la sociedad. Se puede ser elegante en el acto de sentarse; en el de comer; en el de caminar; en el de mirar; y, hasta si me apuran, en el de amar. Y, por supuesto, en el de vestir.

Acogiéndome a mi visión personal del mundo y a mi experiencia vital – ahora le llaman edad- un cierto pesimismo invade mi ánimo. Los viejos tendemos a declarar como intocable aquella sentencia que afirma que “los tiempos anteriores siempre fueron mejores”. Esta aseveración no es del todo precisa: es necesario recordar cómo extraían muelas nuestros dentistas ancestros; cómo se pegaban unas leches sensacionales nuestros bisabuelos de turno por falta de luz eléctrica; cómo era de lento y complicado matar al prójimo con los caducos trabucos… De todos modos, en lo que se refiere al saber estar general, creo que la humanidad (por lo menos la parte digamos más civilizada) va muy de capa caída, o sea, de culo como los simpáticos cangrejos.

Uno de los enemigos principales de la elegancia es la pasión. Las personas apasionadas lo estropean todo. Las pasiones muestran siempre un carácter primitivo, rompen todas las normas de educación y urbanidad y manchan todo aquello que manejan. Hay que saber estar, en todo momento, a la altura de las circunstancias, demostrar la inteligencia con mesura y sin arbitrariedades inútiles. Las cosas del corazón afean situaciones y marcan negativamente el gesto de las personas más volubles y débiles. El eclecticismo y el escepticismo, en cambio, actúan como fortalezas en toda relación social. Hay que saber mirar a los otros seres humanos con indiferencia, sin vehemencia, con un respeto invisible; hay que saber trasladarse por la vida con una indumentaria lo más lejana posible a las ropas de presidio; hay que saber escribir moldeando el arte de las letras, cultivando sensibilidad y escondiendo emociones (las emociones, ¡otro gran enemigo!); hay que saber mostrarse impasible en situaciones alteradas por la histeria…

…y hay que abrir los regalos cuando los invitados se han evaporado. Cuando en una fiesta de aniversario el anfitrión recibe por parte de sus invitados los inevitables regalos, éste, el homenajeado, deberá recoger cada presente con una leve sonrisa y aguardar la marcha de los convidados para empezar a abrir los paquetes. Con esta noble y elegante conducta (no apreciada ya por casi nadie) se evitan un sinfín de desgracias aparentemente sutiles pero de hondo calado moral: el posible ridículo de algunos invitados viendo los más aparatosos regalos de otros compañeros; los gestos faciales del anfitrión al abrir el envoltorio y observar que el regalo es una pura calamidad; y tres, para resumir, pasar por alto el vulgar acto de rasgar los papeles que envuelven el regalo. Abrir un regalo en presencia de todo el mundo provoca una idea de “hambre de regalo”, de desmedida comedia, de poco control de las manos, de nervios alterados y de hipocresia y envidia insana. He creído siempre que las formas son muy importantes, decisivas para la ya complicada convivencia entre vecinos terrícolas. Y nada mejor que la elegancia bien entendida para untar las bisagras y procurar endulzar la puta vida.

Hay que saber decir no, pero hay maneras y maneras.


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