Igual que en todas partes cuecen habas, también en todos los paisajes de casi todos los países existen levantamientos de terreno que vulgarmente llamamos montañas. El adverbio “casi” que incluyo en el párrafo anterior viene a ser la famosa excepción de la clásica regla: los Paises Bajos que, durante muchos años denominamos como Holanda.
En las últimas décadas, a la ciudadanía, así en general, le ha dado por transitar, ascender e incluso escalar toda clase de promontorios que se le ofrecen a plena vista. Y ahí viene la pregunta de rigor: ¿ qué se puede esperar de aquellos que se pirran por toda clase de accidentes orográficos?
Aunque la respuesta no la manifiesten en voz alta —por educación— los respectivos cuerpos de bomberos de los distintos rincones del mundo mundial están moscas (y algo cabreados, vamos a ser claros) con tanto rescate de montaña que no se presta a tanto lucimiento como con los que ocurren en las playas.
Como ejemplo, les voy a facilitar un dato concreto: en Catalunya durante el año 2013 se produjeron 696 rescates en las montañas del paisaje catalán, mientras que en el transcurso del año que acaba de fallecer, 2023, esta cifra ha aumentado hasta la terrorífica cifra de 1443. Como comparación no está nada mal; por lo menos, la diferencia es superior al comportamiento de la tan cacareada inflación. Por lo menos, repito.
No me extraña, la verdad: subir a una montaña a través de caminos sin asfaltar sale gratis; estirar las piernas es siempre saludable y el premio puede parecer extraordinario, sobre todo si uno se puede hacer una selfie con una cruz o una bandera en primer término y un fondo de nubes o niebla al fondo. El problema es que gente como yo —sin ir más lejos— se vuelven locos por subir montañas y uno se pregunta quién les ha metido en la cabeza que ascender montes como cabras es mejor que contemplarlos, los montes, desde una casa (o un bar o un restaurante con panorama incluido), con su fuego de hogar, su gin-tónic y su Movistar para ver perder, sin dignidad ninguna, al Barça.
Rescatar a la gente que se extravía, se asusta cuando llega la noche; se pone nerviosa cuando empieza a hacer frío; se acojona cuando ve cercano a Goliat (el oso autóctono del Pirineo, “el genocida de corderitos”); o tropieza con un pedrusco… salvar a este tipo de personal, cuesta una pasta al erario público, a nuestro tesoro común. Y esto, a los que sacrificamos nuestras vivencias a base de impuestos obligatorios, nos duele.
¡Vaya que si nos duele! Y aquí, casi como en todo en esta nuestra triste vida, aparece la palabra “imbecilidad”. Una parte importante, substancial, principal de los “rescatados” son individuos que calzan sandalias (encima, algunos con calcetines de colores), que van casi a pecho descubierto, que son de complexión claramente canija, con barrigas prominentes y, sobre todo, con nulos conocimientos de los peligros de la montaña; es decir, hablamos de seres inconscientes, chulos de piscinas, alardeadores de una masculinidad errática, jugadores de pádel o simples imbéciles de manual. Muchos de ellos, sufren el síntoma de “cuñados” en las sobremesas navideñas.
Admiro y respeto a las personas que conocen y temen las alturas, que poseen temor a la naturaleza, que conocen la forma de sus prendas y avituallamiento, que van equipados con mapas o aparatos de precisión geolocalizadora y que sienten el valor del esfuerzo y de la prudencia. Pero esta magnífica gente representa una enorme minoría respecto a los homínidos que se lanzan a la escalada sin tener ni puta idea del tema.
Por favor, mayoría, quédense en sus habitáculos y no toquen las narices al prójimo. Ya tenemos bastante con nuestros impuestos. Dedíquense a ascender las escaleras mecánicas del metro.