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“Aromas urbanos y rurales”

Un artículo de Jaume Santacana

Imagen del centro de París.
Imagen del centro de París.

Decía Sir Ernest Henry Shackleton, gran viajero y explorador angloirlandés (lo de explorador es ya un oficio extinguido: todo está más que visto) que “el Japón huele a especias, Marruecos a borrego, Génova a ajo, Marsella a azafrán y París a despreocupación”. Observo que de Londres, su propia ciudad de pertenencia, no dice nada. Creo que ahora ya no es válido el juicio, pero recuerdo a mi padre contarme que la capital británica era un nido de acatarrados. Ignoro de donde procedía dicha interpretación que de ser cierta nos llevaría a pensar que no es que Londres no huela sino que los habitantes de esta maravillosa ciudad se hallan en una lamentable situación de enfriamiento y en este estado las narices pierden por completo sus facultades analíticas.

Y siguiendo con el tema, otro gran personaje —desconocido por la mayoría de los humanos— August-Maurice Barrés, francés de Francia y exponente del yoísmo, una teoría religiosa harto compleja y enrevesada, opinaba que “España olía a flores y a cera derretida, a rosas y a putrefacción”. No está mal, aunque supongo que se referiría a la España de finales del siglo XIX, porque ya me dirán ustedes… Hoy en día, paseándose uno por Navalcarnero, puede olisquear a todo o a nada; en todo caso, a todo menos a rosas o a elementos podridos. Si habláramos de Alemania debo imaginarme que nunca jamás olerían a dos aromas distintos. La dualidad no entra en los esquemas germánicos. Si Barrés hubiera utilizado dos ejemplos, como para España, la cosa no hubiera sido posible. Seguramente, en Berlín las rosas olerían en una parte de la ciudad y la putrefacción en la otra y si a alguien se le ocurriera ir con una rosa a la parte putrefacta o al revés le impondrían una multa de padre y muy señor mío, debido a que este hecho introduciría el factor desorden, quebrantando de inmediato el proceso metódico que da lugar al supremo sistema del sagrado orden tedesco.

En este momento, desconozco el olor de Barcelona, para poner un ejemplo. He salido a la calle y he procurado agudizar mis fosas nasales para intentar descubrir el aroma que desprende la llamada Ciudad Condal. De momento, el efluvio más destacado que mis narices han podido constatar ha sido el ruido. Pero, claro, ustedes me dirán que el estruendo ambiental no se puede considerar como una fragancia. Vale. Por si el ejemplo del ruido no ha surtido efecto alguno, paso a declarar que la bencina ha aturdido mis glándulas nasales. Barcelona huele a gasolina. No logro discernir en qué momentos se aprecia más el perfume de la sin plomo de 96 octanos o el gasoli B. Más tarde, me he desplazado al centro histórico de la ciudad y allí, entre las pequeñas callejuelas del mal denominado “barrio gótico” (que de gótico no tiene casi nada: vamos, que ni la fachada de la catedral, de 1911), allí sí; rozando la otrora preciosa plazoleta de Sant Felip Neri, he podido olfatear dos distintos aromas: uno a turista (a la peste del sudor de las chancletas húmedas, mezclada con la tufarada que desprenden las axilas de las camisetas “imperio”, las que no tienen mangas y esto sumado al hedor de los vómitos de sangría de Baturrico); y dos, a micciones humanas, mayoritariamente masculinas, con especial énfasis en los restos de perforaciones estomacales en los respectivos uréteres.

En núcleos rurales de pequeñas dimensiones, lejos de las enormes aglomeraciones urbanas, todavía se puede llegar a percibir un par o tres de esencias que aún no han desaparecido por completo: el olor a piel de cerdo vivo y satisfecho (el cerdo vivo no contempla la posibilidad de la existencia de la sobrasada ni el chorizo; ni se lo imagina. Por eso vive feliz y confiado); por otro lado, el aroma que desprenden los campos recién abonados; y, en tercer lugar, la fragancia del humo que aparece en las chimeneas y se desparrama por las calles y plazas Tengo que manifestar que ninguna de estos efluvios me molestan en absoluto; es más, me parecen sumamente agradables. Finalmente, pienso, es olor a vida (bueno, quizás no tanto para los cerdos) y rememora las épocas más ancestrales de la historia. Hay que tener un cierto carácter conservador para disfrutar de dicho placer; conservador, que no reaccionario. Entiéndase correctamente.

Hoy en día, las manzanas no huelen y de las rosas, qué les voy a contar. Respecto a la cera derretida sigue en boga, no por las iglesias —mayoritariamente vacías y sin velas— sino por las bodas y otras celebraciones de este tipo. En las mesas de los convites de gente cool, pijos incluidos, se huele más a cera que a la pierna de cabrito, por decir algo (este tipo de personajes no saben lo que es una pierna de cordero; se bastan y se sobran con una deconstrucción de una anchoa con soja y mermelada de chimocles. En todo caso, quiero aclarar que el cabrito es mejor que no huela a cabrito… y el pescado, igual. No quiero decir que el pescado no huela a cabrito sino que el pescado no huela a pescado.

Ahora mismo, desde mi escritorio, alcanzo a husmear algo así como un excelente sofrito para el arroz. Ahí, ahí le duele.


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