«He pensado en ese poema que escribió aquel tipo. Significa que eres oro cuando eres niño como la hierba. Cuando eres niño todo es nuevo como el amanecer. Lo mismo ocurre con la puesta de sol es oro, haz que siga así, es como debe ser».
Siempre que me asalta la belleza de un amanecer o de un atardecer dorado, siempre que me tropiezo con el desencanto, me vienen a la mente estas palabras de Jonny a Poniboy en la película ‘Rebeldes’, de Francis Ford Coppola. La vida debería ser oro, pero no lo es. Ni aunque lo parezca. Lo escribió Robert Frost, «el oro no permanece», y lo resumía muy bien un amigo recientemente con tres simples palabras, «todo es mentira».
Lo decía con la certeza y la convicción de quien ha descubierto, quizás demasiado pronto, algo realmente valioso. Y es que, con todo, tener claras cómo son las cosas en este torbellino de sobreinformación, no deja de ser un valor. No se refería al hambre, la guerra, la injusticia o la desigualdad, no en su sentido grandilocuente y rotundo, sino a una violencia suave, a esas incongruencias, a menudo inadvertidas, que deslucen un amor, una amistad, un trabajo, un reto, una vida.
No sé cómo se sentía Frost, pero mi amigo lo decía con una rabia que, por contenida, casi no era rabia, desde un dolor sordo y una impotencia resignada, y me sentí identificada con él, y con todas las personas, que un día descubren que la vida no es de oro, aunque debería serlo, y que hay que transitar por ella cedazo en mano para sacar alguna pepita que nos permita recordar tiempos en los que todo es nuevo e ilusionante, en los que no todo es mentira, una pepita que nos vuelva niños, siquiera lo que dura un amanecer o un atardecer dorados.