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“El cielo de Madrid”

Un artículo de Jaume Santacana

Imagen de Madrid.
Imagen de Madrid.
(Foto: PIXABAY)

Madrid recibe a los conductores que acceden a la ciudad por la autovía M-30 con uno de sus dichos más populares. Quienes pasan por debajo del puente peatonal que une el parque de Roma con Moratalaz pueden leer, a través de un típico cartel de tráfico, que están llegando “de Madrid al Cielo”. La interpretación de dicha oración sin verbo es sencilla: como en Madrid, en ningún sitio; así de claro.

El origen de esta repetidísima frase (sin verbo, insisto) es algo difuso. Hay quien dice que pudo hacerse famosa a finales del siglo XVIII, a raíz de las reformas que el rey Carlos III —el auténtico creador de la urbanización de la capital española— realizó en la ciudad para embellecerla y elevarla a la categoría de gran capital. Gracias a este monarca, Madrid dejó de ser la pequeña y anticuada villa castellana y pasó a convertirse en la regia capital de un vasto imperio.

Al respecto, existe otra teoría que afirma que en el cerro Garabitas, en plena Casa de Campo se reunían, todas las noches, las almas de los difuntos madrileños y, desde allí, ascendían directamente al Cielo. Esta creencia la alimentan los vecinos del parque que aseguran que ven luces que ascienden por las copas de los árboles. Pienso que lo más probable es que lo que ven estos vecinos “galácticos” no son más que vulgares luciérnagas o los llamados “fuegos de San Telmo”.

No obstante, la tesis más fiable relaciona el refrán con la obra del dramaturgo del Siglo de Oro Luís Quiñones de Benavente titulada “Baile del invierno y el verano”; en ella hay unos versos que dicen: “Pues el invierno y el verano / en Madrid sólo son buenos / desde la cuna a Madrid / y desde Madrid al cielo.

Lo único que sabemos con certeza es que el cielo (los cielos, vamos) de Madrid son extraordinarios, fabulosos, brillantes y especiales. Hay quien opina que (visto que Madrid no goza de playa ninguna) el cielo es su mar.

Hay que tener en cuenta que el “techo” de Madrid se halla a unos 750 metros del nivel del mar, que no es moco de pavo. Supongo que esta altura junto a la llanura que envuelve la ciudad y la orografía que, a lo lejos, se deja entrever a través de la Sierra y, al fin, su climatología continental, todos estos elementos componen la brillantez exponencial que ofrece su cielo; sobre todo, en invierno.

El azul que aparece en la parte superior del decorado de Madrid es de un tono claro, neto, pulcro, cristalino; un color que se presenta sin mácula. Que brilla por su limpieza y que realza su irisación única y monocolor a partir de la ausencia total de humedad, dándole así una pátina de autenticidad que se refleja en su valor más cercano a la realidad de la paleta de pintura que la configura.

Grandes pintores que han descrito este cielo madrileño —entre otros Velázquez o Goya— han sabido aprovechar con sus pinceles la pura naturalidad que ofrece este panorama espectacular. Cabe remarcar, además que, en determinados momentos, la aparición de algunas nubes de altura y formas algodonosas, mórbidas, le dan a este telón de fondo un aire todavía más aparatoso, más fastuoso y, si cabe, mucho más dramático.

Pasear por las calles de esta capital y poder disfrutar del contraste entre el rojizo de las fachadas de muchas de sus calles, el color cenizo de sus tejados y, como postre, su cielo es una auténtica gozada; una maravilla.

Si, para más inri, este recorrido se realiza junto a una compañía muy agradable, entonces ya, ocurre lo que vaticinaba el refrán mencionado al principio: “de Madrid al Cielo”.


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