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“Unas gotas de nostalgia, sin melancolía”

Un artículo de Emilio Arteaga

"Nostalgia pero no melancolía, que solo lleva a la tristeza, la frustración o incluso la depresión".
"Nostalgia pero no melancolía, que solo lleva a la tristeza, la frustración o incluso la depresión".

La muerte de Françoise Hardy me ha provocado una cierta añoranza recordando los años 60, cuando empezó a hacerse famosa con su primer éxito, que fue un bombazo, “Tous les garçons et les filles”. En aquel tiempo los cantantes franceses e italianos eran entre nosotros tan populares, o más, que los anglosajones y todas las canciones que triunfaban en Francia e Italia también lo hacían aquí. De Francia nos llegaban los cantautores como Brassens, Brel o Ferré, las chanteuses como Juliette Greco, Marie Laforet o Barbara y también las más modernas, llamadas ye-yés, como France Gall, Silvie Vartan y la propia Hardy y cantantes más “rockers” como Johnny Halliday, Michel Polnareff o Antoine. Después los músicos anglosajones han dominado la escena internacional y cada país se ha recluido en sí mismo y, con escasas excepciones, solo se escucha música propia o anglosajona.

En los años 60 del siglo pasado la grisura infinita del tardofranquismo desarrollista, que fiaba la supervivencia del régimen al progreso económico de una incipiente y anestesiada clase media, mantenía toda manifestación cultural y artística sometida a una férrea censura que, a pesar de todo, los artistas y escritores conseguían sortear con frecuencia, a base de ingenio y audacia, aunque muchas veces acababan en el calabozo, pagando multas y con los libros, discos, obras de teatro o películas, prohibidos, secuestrados, destruidos o mutilados. En ese ambiente opresivo los aires que llegaban del exterior, sobre todo de Francia, sirvieron de inspiración para toda una generación de músicos, como los de la que se dio en llamar Nova Cançó Catalana, u otros de otras zonas de España, como Paco Ibáñez.

Estos días está a punto de cumplirse el 50 aniversario de mi licenciatura en medicina, lo que también añade unas gotas de nostalgia a mi estado de ánimo. Nostalgia pero no melancolía, que solo lleva a la tristeza, la frustración o incluso la depresión. No he sido nunca de mirar atrás para recrearme en la añoranza y no creo que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, en absoluto; pero de tanto en tanto, coincidiendo o no con alguna efeméride, no es malo echar un vistazo al pasado y meditar sobre lo que fue y, quizás, sobre lo que pudo ser y no fue.

Medicina es una carrera universitaria que requiere mucho trabajo y esfuerzo. Seis años de universidad, después un año preparando el Mir y después cuatro o cinco años de especialidad. Entre once y doce años en total y cuando acabas con unas calificaciones excelentes y una formación extraordinaria, no tienes trabajo, o solo contratos temporales o interinos y unos sueldos, para decirlo claro, que son una mierda. El sistema sanitario público español es, todavía, uno de los mejores del mundo y nuestros profesionales de los mejor formados y considerados, pero hace tiempo que está reventando por las costuras y no puede extrañar a nuestras dilectas autoridades que tantos de los nuestros contemplen marchar a otros países donde se les valora y se les remunera mucho mejor que aquí.

Una de las consecuencias es la falta de profesionales generalizada, sobre todo de algunas especialidades y la necesidad de importar médicos extranjeros, en especial de Iberoamérica, que, con todos mis respetos, no tienen la misma formación ni la misma competencia que los nuestros. Reconozco que cuando yo acabé la carrera y la especialidad todo era relativamente más fácil. No costaba tanto conseguir una plaza en la sanidad pública y la remuneración era, ajustada al poder adquisitivo de la época, mucho mejor que la actual y el trabajo era bastante gratificante. Ahora los sueldos son malos, el trabajo extenuante y la interinidad semipermanente y ello está repercutiendo en la calidad del servicio del sistema sanitario público, que solo se aguanta por la dedicación de unos profesionales vocacionales (todos, no solo los médicos), a pesar de estar cerca del “burnout”. Algunos ya se han quemado y han abandonado, o están de baja laboral y mucho me temo que la situación puede ir a peor.

El sistema sanitario público necesita un incremento muy sustancial de su presupuesto, sin ello va camino del deterioro irreversible. Pero para incrementar sustancialmente el presupuesto se necesitan recursos financieros que solo pueden venir de los impuestos y todos sabemos que el sistema impositivo español está mal diseñado, recauda menos de lo que debería, porque las grandes empresas y corporaciones y los grandes patrimonios tienen y encuentran mil y un agujeros legales para reducir sus impuestos, y es injusto, porque se ceba en los asalariados y pensionistas. El gobierno de izquierdas, si es que el PSOE es un partido de izquierda, cosa dudosa, no parece capaz de mejorar la situación; al fin y al cabo está comprometido con las grandes empresas energéticas y financieras que les proporcionarán las salvadoras puertas giratorias cuando pierdan el poder. Y la derecha neofranquista del PP y la ultraderecha franquista de Vox solo hablan de bajar impuestos.

Con este panorama quizás deberemos empezar a pensar si somos un país suficientemente rico y socialmente avanzado, como para podernos permitir tener uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, universal y gratuito.

Pero yo ahora ya estoy jubilado y puedo recrearme un poco en el recuerdo de mi época universitaria y esperar, con cierta impaciencia, el momento del reencuentro que en algunas semanas celebraremos los supervivientes de mi promoción que, por fortuna, somos muchos. Con unas gotas de nostalgia, sin melancolía.


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