Hoy, si ustedes me lo permiten, me abstendré de hablarles de ligerezas tales como las posibilidades de Kamala Harris en USA, la sujeción de Sánchez en el sillón de la Moncloa, la condena del presunto (o ya no tanto) descuartizador de Tailandia, el concepto de racismo de Vinicius o los labios de rabia de Cuca Gamarra…
Hoy me apetece ofrecerles un papel con algunas menudencias sobre el hecho de escribir. No será, éste, un artículo práctico; más bien al contrario. Voy a intentar desmenuzar cuatro pensamientos flotantes que deambulan por mi minúsculo cerebro. Nada nuevo bajo el sol, pero, eso sí, fresco y lozano como una fruta en su punto.
Escribir, simplemente escribir, produce un cúmulo de sensaciones que conducen inexorablemente al placer. Uno, durante el transcurso del acto de escribir, se ve obligado a excitar y aguijonear sus sentidos con la finalidad de conformar un texto cualquiera que quede plasmado en un papel, en una plancha metálica, en una piedra, sobre madera o en un ordenador. El seso humano despacha con su sistema nervioso y, a partir de un concepto o una idea urdida al azar o de manera específica, tramita unas órdenes determinadas que se convierten en algo mínimamente perdurable en el tiempo y en el espacio. La mecánica pone el resto. A la escritura se le concede el dudoso honor de pertenecer al rango de los actos denominados reflejos, como si se tratara de andar en bicicleta o de tocar el violín; es de ese modo que se crea una mecánica de actuación, previo un cierto estudio de la materia; en este caso concreto, de la gramática básica. De todas maneras, el hecho de escribir incluye una categoría superior: la de un acto reflexivo, es decir, inducido por el pensamiento. Los animales —por el momento y que se sepa— no escriben; ni saben ni parece interesarles en demasía. No incluyo a la “inteligencia artificial” entre los irracionales.
Escribir es, además, uno de los escasos episodios de índole individual que se engendran, actualmente, entre la humanidad. Con la globalización y la socialización general de la sociedad, la singularidad del individuo tiende a desaparecer inexorablemente, con las notables excepciones del comer y el descomer y otras zarandajas de este estilo; aunque, probablemente, todo se andará.
En el ejercicio de la escritura, otros componentes se incorporan al mero hecho mecánico-intelectual. Es el caso de los sentimientos humanos que afloran con sus variados matices: tristeza, rabia, odio, amor, desolación, pesadumbre, dolor, alegría, felicidad o malestar, para citar solamente los más destacables. En alguna de esas opciones —si no en casi todas— un elemento irrumpe durante la ejecución de la acción citada: el placer. Dejar patente un texto con o sin objetivo previo y, alejada la circunstancia del número de lectores (si los hubiere), proporciona un indudable deleite o fruición que sólo el escribiente percibirá. Sí, de acuerdo, a veces el poso de esta satisfacción atraviesa fronteras y se sitúa a la vera del lector potencial; a veces; y no es lo mismo. La creación siempre superará el regocijo del lector, así como la interpretación o la audición de una pieza musical nunca alcanzará el clímax emocional del compositor.
El escritor —aficionado, profesional u ocasional— parte de la nada más absoluta, el blanco impoluto (del papel o de la pantalla), para alcanzar una meta; y en ello no sólo interviene la parte puramente comunicativa sino la creativa estrictamente personal e intransferible. Juntar letras, palabras, frases, parágrafos y páginas, así como saber escoger los adjetivos precisos e intentar dominar las intenciones del ritmo produce un gozo casi inexplicable. Hay algo orgásmico en esta exaltación espiritual. Escribir es una maravilla; y describir, también. En este proceso, reitero, se enaltece el ego y se aísla uno de lo gregario, de lo tumultuoso, de lo adocenado, de lo mediocre. El redactor se siente no sólo libre sino inmensamente rico; millonario en sensaciones y acaudalado en valores intelectuales. Discúlpenme pero lo tenía que escribir: he disfrutado más escribiendo este artículo que releyéndome a mi mismo.
… bravo, el placer de leerlo también…