Cimas eufóricas y exultantes alternando con valles profundos y sombríos llenos de cavernas oscuras donde duele el alma, presa de una congoja que la amortaja.
Hay una faceta menos visible, pero no menos devastadora, del trastorno bipolar: la relación con el tiempo. Enfrentar esta condición es, en muchos sentidos, perder la noción del presente. El tiempo, que para otros transcurre de manera lineal, coherente y predecible, para quien vive con bipolaridad se fragmenta y se retuerce, convirtiéndose en una entidad caprichosa. Los días no se miden en horas, sino en estados de ánimo que se alargan o acortan sin previo aviso, como si las manecillas del reloj obedecieran a un compás interno errático e implacable. La sensación de estar desfasado es constante: lo que ayer fue una tormenta emocional, hoy parece un eco lejano, pero no por ello menos real.
Esa relación distorsionada con el tiempo afecta cada rincón de la vida cotidiana. Las rutinas, esas anclas que sostienen el día a día, se disuelven. No es solo una cuestión de levantarse o acostarse a horas diferentes, sino que las tareas más simples se sienten distantes, como si las fuerzas invisibles del caos interior sabotearan cualquier intento de orden. El desajuste es absoluto: mientras el mundo avanza a su propio ritmo, tú te quedas atrapado en un limbo, una dimensión paralela donde el pasado y el futuro pierden su forma, y el presente se convierte en un territorio inestable.
Es frecuente que los recuerdos se conviertan en espejismos. Hay días en los que los momentos de felicidad, esos instantes de paz que a veces logras atrapar, se desvanecen rápidamente, casi como si nunca hubieran sucedido. En su lugar, quedan fragmentos confusos, emociones difusas que se entrelazan con el presente, dificultando discernir qué es real y qué es solo una impresión pasajera. El trastorno bipolar no solo juega con tu humor, también altera tu percepción de la realidad misma, dejándote con la sensación de que la vida es un rompecabezas cuyas piezas cambian de forma cada vez que intentas encajarlas.
Otro aspecto crucial es el agotamiento emocional que se acumula en silencio. No es el cansancio físico, ese que se alivia con descanso, sino un desgaste profundo del alma, una fatiga que va más allá de lo visible. Es el tipo de agotamiento que surge cuando el simple hecho de existir se convierte en un reto diario. No es solo que el trastorno te ponga a prueba, sino que cada interacción, cada decisión, parece cargar un peso emocional adicional. Hablar con los demás, relacionarte, sostener una conversación sencilla, todo requiere una energía que muchas veces ya no tienes. Y cuando logras superar ese esfuerzo, la sensación de logro es efímera, ya que el agotamiento siempre regresa, como una sombra que nunca te abandona del todo.
La soledad se convierte en una compañera incómoda, pero inevitable. No es que necesariamente te falten personas a tu alrededor, sino que es difícil, casi imposible, hacer que alguien más comprenda lo que sucede en tu mente. A veces, incluso cuando intentas explicar lo que sientes, las palabras se quedan cortas. Es como tratar de describir el color de un cielo que cambia constantemente, que nunca es el mismo por más que lo mires. Este aislamiento emocional es profundo, y aunque desees conexión, temes que nadie pueda realmente entenderte. Te preguntas si alguna vez podrás expresar con exactitud la magnitud de lo que vives.
El miedo al futuro es otro visitante habitual. No es solo el temor a las recaídas, a los cambios de humor impredecibles, sino también una incertidumbre más profunda: la duda constante sobre qué puedes esperar de ti mismo. ¿Podrás sostener una vida que se asemeje, siquiera remotamente, a lo que los demás consideran normal? ¿O estarás siempre atrapado en esta espiral de incertidumbre? Las proyecciones a largo plazo son imposibles; vivir con bipolaridad significa aceptar que el mañana es un misterio, y que incluso los planes más sencillos están sujetos a los caprichos de tu mente.
A esto se suma la dificultad de forjar relaciones personales estables.
No es que falten el amor o el afecto, sino que las personas a menudo no saben cómo reaccionar ante la volatilidad emocional. Los seres queridos pueden sentirse frustrados o impotentes, incapaces de predecir qué versión de ti encontrarán al día siguiente.
La bipolaridad afecta no solo al individuo, sino a todo su entorno. Las relaciones se ven sometidas a una presión constante, y no es raro que los vínculos se desgasten. La culpa, ese veneno que corroe lentamente, se instala en tu pecho. Sabes que no eliges estos cambios, pero el dolor que infliges a los demás, aunque involuntario, sigue siendo real.
Y, por supuesto, está el conflicto entre identidad y enfermedad. Con el tiempo, te preguntas quién eres realmente: ¿eres esa persona vibrante y llena de energía en los momentos de euforia, o eres esa figura abatida y melancólica en los días oscuros? La bipolaridad difumina los límites entre lo que es inherente a tu personalidad y lo que es producto del trastorno. Te encuentras en una búsqueda perpetua de ti mismo, intentando distinguir entre lo que es parte de tu esencia y lo que es una distorsión impuesta por la enfermedad. ¿Dónde termina el trastorno y dónde comienzas tú?
Este proceso de autodescubrimiento es doloroso y frustrante, pero también puede ser transformador. En medio del caos, a veces descubres una resiliencia inesperada, una fortaleza interna que no sabías que tenías. Si bien la bipolaridad trae consigo una marea constante de desafíos, también te obliga a enfrentar aspectos de ti mismo que quizá otros nunca llegan a conocer.
Y, en esa lucha diaria, a veces logras encontrar pequeños destellos de esperanza, momentos en los que la claridad, aunque efímera, te muestra que, a pesar de todo, sigues siendo tú.
Mi memoria y mi agradecimiento a lo mucho que me han enseñado mis pacientes bipolares , – ojalá hubiese podido ayudarles más y mejor -, y mi homenaje a sus familias.
No tengo palabras para describir su coraje, abnegación, comprensión, y apoyo con el acompañan a sus familiares . Su capacidad me sigue asombrando todavía ahora, tras más de 38 años de psiquiatra.
Que Dios os bendiga.