Lo que, ahora, en estos momentos, los chiripitifláuticos de turno, los de pose psicodélica y peinado borde, aquellos que cursaron estudios y hasta se licenciaron o consiguieron su doctorado en la ya clásica UdP (Universidad de Papanatas), le denominan week end, no es otra cosa que —antes de la colonización globalizadora anglosajona— lo que se le denominaba, con toda la normalidad del mundo, como “fin de semana”. Y nos quedábamos tan anchos.
Los anglicismos, en nuestra sociedad, ya no son una excepción: son una regla. Las entradas a los eventos ya no se agotan, sino que se produce un sold out; ya no existen aparcamientos, sino parkings; las salas de baile son dancings; los correos son e-mails; las contraseñas, password; la comida más asquerosa es el fast food; la tarta de queso, el cheese cake, el desayuno tardío o la comida pronta, Brinch… para qué seguir.
Pero no es de este fenómeno colonizador de lo que quería documentarles: pretendía o pretendo, todavía, disertar sobre ocio e ilusión. Aunque puedan parecer dos conceptos que poco tienen en común, creo que no es gratuito intentar enlazarlos.
En nuestra dinámica diaria (normalmente de trabajo) soñamos con nuestros próximos espacios de ocio. Esos intervalos se suelen producir periódicamente en los fines de semana, en los días llamados de fiesta. De hecho, estos espacios semanales nos impulsan a desear, a ansiar, que llegue el momento para dar rienda suelta a nuestras lícitas aspiraciones a dedicar nuestro tiempo libre a otro tipo de actividades, normalmente lúdicas, que nos aparten de la tensión laboral y de los malos rollos habituales.
Realmente, el domingo (la fiesta más clásica) es un día bicéfalo, si me permiten la expresión. Arrancamos el día con una promesa explícita de libertad, entre las sábanas. Al despertar nos sentimos ricos en horas, desproveídos del mal humor que nos provoca la urgencia diaria. Un cierto aire atlético se apropia de nuestro ánimo y, todavía en la cama, fantaseamos con todo aquello que podríamos hacer. Idealizamos el desayuno y buscamos todas las posibilidades que existen frente las horas de que disponemos para hacer lo que nos venga en gana, sin obligaciones, sin jefes, sin compañeros de trabajo y sin nada, en definitiva.
Ahora, leído lo leído, por favor, olvídense de todo lo anterior. En mi modesta opinión, todo lo relacionado con el tiempo de ocio, tiene un proceso muy claro. Se trata de entender que, ante cualquier atisbo de uno o varios días de asueto, se produce entre las personas — las civilizadas, claro— un efecto curioso: es el efecto “ilusión”. Es decir, el gran placer que uno siente ante la perspectiva de un día, un fin de semana, un “puente”, una Semana Santa o Navidad o unas vacaciones es infinitamente superior al que se puede gozar durante el desarrollo de esta actividad que responde al olvido momentáneo de las tareas habituales para cambiar de aires, de rutinas o de lo habitual.
El gusanillo que, durante la preparación de fiestas o viajes, nos invade el estómago (y el cerebelo) es muchísimo más placentero que el “durante” la transición de dichos días. Este efecto, en menor intensidad, es lo que propicia el sentimiento de tristeza de los domingos por la tarde. De ahí, lo de la bicefalia de los domingos.
La preparación de actividades de ocio representa una dosis más elevada de felicidad que la llegada de esos momentos tan deseados.
Uno, por ejemplo, pensando en las vacaciones, disfruta enormemente de la preparación de un viaje: se informa, siente el deseo de ver mundo, se ve tomando un Campari en una terraza de la Piazza Navona en Roma, o de ver cascadas y geissers en Islandia, o de ver el cambio de guardia en Buckingham Palace en Londres y adquiere un nivel de ilusión insuperable, a la espera de que llegue el “gran” momento.
Luego, a la hora de la verdad, el tránsito para llegar al aeropuerto es de infarto; la procesión para el control de maletas es criminal; la cola para embarcar en el avión es cansina y desagradable; el avión incómodo; el traslado al hotel dificultoso y más caro de lo presumible; el gentío ante los monumentos a visitar (como si nos estuviesen esperando, los monumentos, libres de polvo y paja y sin multitudes de otros turistas…tal y como se mostraba en el folleto de la agencia de viajes) te impide gozar de la suficiente tranquilidad necesaria; la comida no siempre es satisfactoria… Un desastre que nadie desea reconocer. Con lo bonita que era la idea… Aun así, los protagonistas del “ocio”, no ven nada “a ojos vista” —es decir, no ven otra realidad que la que les permite el ojo del visor de la cámara de su telefonillo móvil… Ver para creer.
La vuelta de estos viajes suele ser trágica. Unos días antes del regreso, a la mente de los viajeros les suele retornar alguno de los problemas laborales que dejó pendiente y que, inexorablemente, tendrá que resolver en unos días; habrá niños que llorarán en el avión de vuelta (algunos arrojan…); el vuelo habrá salido con retraso; y, al llegar a casa, un atasco en el agua del lavavajillas les habrá inundado la cocina. Eso si, cuando vuelven a sus tareas laborales, no resulta que, durante sus vacaciones, el gerente ha hecho una remodelación en el equipo y ya no cuentan contigo.
Repito: más vale preparar un domingo, un fin de semana o unas vacaciones, pegarse la gran ilusión y, por si acaso, no marcharse.
De ilusión también se vive, decían mis ancestros. Y los deseos de ocio se mantienen intactos en el sofá de casa, calzando unas buenas zapatillas, con una buena luz zenital y un magnífico libro… de viajes… de algunos de los grandes prosistas universales dedicados al tema, como por ejemplo, sin ir más lejos: Lord Byron, Goethe, Mark Twain, Josep Pla, Julio Camba, Blasco Ibáñez, el doctor Livingstone, Charles Darwin, Herman Melville, Kapuscinski, Guy de Montpassant, Rudyard Kipling, Stendhal, Pessoa, Robert Stevenson… o el chaval que escribió aquello tan famoso de la “Odisea”, que ahora no consigo recordar quien era ni como se llamaba. El chaval, digo.
En estas condiciones, les aseguro que el goce está asegurado.
¡Quédense!
… pues los españoles llamámos móvil al móvil, no “cellular” que intentan importarnos los sudamericanos que vivien entre nosotros… aceptamos nuevos modismos latinos en el español, pero cuidado, que los nuevos vocablos que vienen de esa parte del mundo, están mucho más contaminados que los anglicismos de andar por casa que ya hemos asumido por aquí…