Escribo estas breves notas bajo el influjo directo de un firme y enérgico vendaval de viento. Vale, vale, ya lo sé: me acabo de dar de bruces con una ineluctable redundancia ya que, por propia definición, el vendaval viene a ser un festival de viento y, en consecuencia, subrayar con la palabra viento un vendaval es una magna estupidez; pero, ¡ah, amigos!, deben ustedes saber que he cometido dicha redundancia a sabiendas de lo que me traía entre manos. He querido, simplemente, reforzar, si cabe, el espíritu de lo relatado. Dios sabrá perdonarme.
En estos precisos momentos observo, desde la ventana de mi estudio, los estragos del fenómeno citado transformados en una visión harto nítida de los cipreses, palmeras, mimosas, sauces y pinos de la finca ubicada enfrente de mi casa retorciéndose y cimbreando materialmente como posesos. Tengo por fijo que las pobres bestias vegetales están literalmente recordando a sus muertos ante la envergadura de la aberración causada por la desalmada madre naturaleza, cargada ella de amplias demostraciones de mala leche. Asimismo, la ventolera que me ocupa lleva consigo su propia banda sonora, muy acorde con el miserable bufido del aire encabronado y grosero: un sonido altisonante, agresivo y belicoso, con periodicidad racheada y estruendo fastidioso, desabrido hasta extremos altamente enojosos; un aullido alborotado que se cuela por todas aquellas blandengues hendiduras que encuentra a su paso. El conjunto no puede ser más repulsivo y colisiona con la armonía y el orden cósmico de manual.
Toda mi vida vengo en pensar que voy a entregar la pelleja sin antes haberme enterado de qué va la cosa. La pregunta que me formulo a menudo es por qué carambas (o sea, por qué causa) se produce este engendro natural. Suelo ver los partes meteorológicos que echan por televisión y me fijo cantidad en los mapas del satélite y eso. A la vista de cada uno de esas imágenes, recolectadas por radar o así, el presentador de turno (narcicistas casi todos) hace hincapié, no falla, en la distancia que separa las isobaras: si las líneas están muy separadas, no hay viento; si las mismas se arriman entre sí y casi se rozan alborozadas es señal inequívoca que tenemos viento para rato y, además, viento salvaje y destructor, bronco y agreste, irracional, en fin. Muy bien: comprendido. Pero uno sigue con su particular chifladura y su curiosidad: ¿por qué sopla? Hasta el momento, nadie me lo ha sabido esclarecer de un modo mínimamente diáfano. Parece ser que nadie lo sabe; o que si lo sabe, no lo hace público. He buscado por internet y, naranjas de la China, nanay; ni una sola línea al respecto. Me parece bochornoso, la verdad. ¿Dónde están los físicos para explicarse?
Nuestros amigos los griegos, los clásicos, claro, trataron de humanizar —yo más bien diría endiosar— los fenómenos naturales para darles un tratamiento más de tú a tú y, de este modo, se sacaban de la manga diversos dioses y diosas dedicados, cada uno de ellos, a una materia particular. A la cosa ésta del viento le endosaron a Eolo, un pobre soplapollas a quien la materia ni le iba ni le venía y que, de tanto bufar se quedó escuchimizado como un vulgar mondadientes.
La inutilidad del viento es de tal calibre que no existe ningún tratado sobre él y ni tan solo los grandes pensadores o escritores de fama mundial perdieron un minuto en escribir sobre el susodicho hecho meteorológico. Como si no existiera. Sólo algunos novelistas o cineastas (gente comúnmente de baja ralea) han bautizado alguna de sus obras utilizando la palabreja en sus títulos. Así, Carlos Ruiz Zafón publicó su insoportable mamotreto con el nombre de La sombra del viento (¿qué sombra? ¿el viento produce sombra? ¿desde cuándo?). También la escritora americana Margaret Mitchell escribió lo que más tarde se convertiría en el film mitológico Lo que el viento se llevó (ahí la doncella estuvo más atenta ya que el viento, por desgracia, se lo lleva todo por delante, aunque en la película, que yo recuerde, no aparecía ninguna escena en que el viento soplara; debe de ser eso que llaman una metáfora…).
Y podríamos seguir por esos derroteros pero se me ha acabado la tinta —o se me ha secado con el viento ese de las narices— y no voy a poder seguir acompañándoles en esta profunda reflexión.
El caso es, primero, averiguar de qué estamos hablando cuando nos referimos al viento (más que nada por tener una base) y, en segundo lugar, qué se puede hacer para erradicarlo definitivamente.
Aunque sea por las malas: ejecutándolo.