Un maestro, un amigo. Cuatro palabras para definir una relación de dos décadas, construida a los dos lados de una mesa de despacho. Bueno, de dos mesas, la que ocupó en el Menorca, todos mis años allí, y la de su puesto como director de Comunicación en el Ayuntamiento de Maó. Desde la primera me enseñó y me ayudó a abrirme paso en la profesión más rica del mundo. Enriqueció mi mirada con la suya -certera, lúcida y ponderada-, discutimos enfoques y oportunidad de lo que acontecía, tanto lejos como cerca, y publicábamos, e intentamos que cada asunto se expresase con la palabra perfecta. Su exigencia se alió con mi ilusión por estar a la altura de una profesión que ambos considerábamos tributaria del servicio público y capaz de vertebrar la sociedad. Desde la segunda, me regaló un poco más del gran conversador que era, cuando, de tanto en tanto, acudía al Ayuntamiento para alguna rueda de prensa o gestión, y me acercaba a saludarle. Siempre fui bien recibida, jamás me negó algunos minutos en los que nos poníamos al día y comentábamos una actualidad que él, entonces dedicado a la comunicación corporativa, seguía viendo con los ojos del gran periodista que ha sido.
Esa conversación infinita, animada de abrazo, se mantuvo intermitente, inteligente y cálida, tras la jubilación. Ya no era tanto de actualidad -que también-, había más familia, suya y mía, más añoranza de su Burgos, de la meseta que siempre le fue querida; ya no había mesa, si acaso, un trozo de acera, un evento, un vino con un amigo común. Las más veces, nos cobijaba wasap, un cobijo que se llenó de dolor mudo, como de lágrimas se llenaron mis ojos, cuando hace tres domingos le escribí, él se interesó por si la dana había afectado a mi familia y, con su sinceridad y su llaneza de siempre, me dijo que estaba mal. Recordé entonces un trayecto Valencia-Madrid en tren, en el invierno de 2010. «Pienso en ti mientras el tren atraviesa llanuras y colinas de ocres infinitos, salpicados de árboles desnudos que dejan al descubierto la intimidad de sus nidos y una luz naranja acaricia el paisaje de una mañana fría de invierno. ¿Echas a veces de menos este paisaje, un amanecer limpio y seco, diferente al de Menorca, todo humedad y sal?», le escribí, y aquellas palabras volvieron a mi mente, pese a quedar tan lejanas, como las veces que, de broma, me llamaba gitana.
Aún hubo algún intercambio más, y un abrazo, este solo virtual, que jamás imaginé que fuese el último. Con la muerte de Juan Carlos Ortego, unida a las de Bosco Marquès y Pere Melis, muere un poco el buen periodismo de Menorca, muere un poco una de las épocas más plenas de mi vida y, sobre todo, muere un maestro, muere un amigo.