Escribo estas líneas la tarde correspondiente a la noche correspondiente al día en el que se celebra la fiesta de la Epifanía, fiesta religiosa que se conmemora el 6 de enero en la que los cristianos recuerdan la adoración de Jesús por los Reyes Magos de Oriente y su aparición y manifestación al mundo.
Epifanía significa “aparición”, manifestación o fenómeno a partir del cual se revela un asunto importante. La palabra proviene del griego Epiphaneia que significa “mostrarse” o, más literalmente, “aparecer por encima”. Una epifanía puede referirse a cualquier tipo de elemento que se manifiesta de manera inesperada, sea de carácter divino o no. Por ejemplo: una buena idea que aparece de repente puede ser considerada “una epifanía”. Los británicos —tan precisos ellos— tienden a utilizar mucho este término diciendo: I just had an epiphany (“acabo de tener una epifanía”) que significa que ha tenido una revelación o pensamiento único e indescriptible.
En lo que nos concierne, la Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. En el ámbito del pensamiento filosófico (exento del sello católico), Karl Jung —médico pediatra, psiquiatra, psicólogo suizo, colaborador de Freud y figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis— opinaba que las epifanías son “lo conocido no pensado: cosas que residen en lo más profundo de nuestro subconsciente en las que no hemos pensado anteriormente”.
En términos actuales y vulgares, a la fiesta de la Epifanía se le conoce como “Reyes” y su descripción se limita a fijar la fecha del seis de enero para dar a entender que tres magos procedentes de Oriente se acercaron hasta el portal de Belén (donde se ubicó, tradicionalmente, la cueva en la que nació el Niño Jesús) para ofrendarle unos determinados presentes tales como oro, mirra e incienso. La palabra “presente” se ha ido convirtiendo —a través de los tiempos— en “regalo”, vocablo sostenido por una etimología de lo más extraña: del latín regalis, que indica algo propio del rey o de la realeza. O séase: algo que alguien “da” a otro alguien sin efectuar pago alguno.
El caso es que, hoy en día, la jornada dedicada a los Reyes Magos de Oriente (Reyes para los amigos) se ha transformada en una especie de broche de oro de las fiestas navideñas; eso para aquellos que todavía intentan conservar las tradiciones de corte cristiano-occidental. Para una cada vez más amplia mayoría de amantes de “lo que viene de fuera” (gente que, mayoritariamente, pertenecen a la I.P —Internacional Papanatas— y que valoran mucho más aquello que proviene de los bárbaros que lo propio y tradicional), para esos progres modernillos woke, lo trascendental es Papá Noel y el arbolito de Navidad… y el Hallowing y el footing, el San Valentín y todo lo que dicte El Corte Inglés, como gran Corte del consumismo occidental pasado por el filtro de la puñetera globalización. A esos la festividad de los Reyes les importa un rábano y no hacen más que redundar en el tema de los regalos. Pura fachada sin esencia alguna; vacío de contenido, como casi todo. Para otros la verdadera epifanía es el sorteo de la Lotería del Niño; de qué “niño” no se sabe. Sólo se intuye que, en un lapso de tiempo no lejano, será el sorteo de la “niña”… o del “niñi” para los más inclusivos.
Para un servidor, los Reyes resultan una fiesta contundente, una jornada plena de valores, con un significado intenso y un simbolismo cargado de buenas intenciones; aunque pueda parecer una paradoja, los tópicos resultan acertados en esta ocasión: un día mágico, una fiesta en la que la humanidad renace en sí misma y la generosidad se reparte entre los miembros de las familias, entre los distintos grupos que componen la unión tribal como célula más primitiva y real.
Ilusión es la gran palabra que define, a la perfección, el sentimiento que aparece todos los años en esta festividad señalada. Para el mismo servidor de antes (que sigo siendo yo) el espíritu de la esperanza y el anhelo se renueva año tras año mientras el misterio y el “suspense” se apodera de mi persona confeccionándome un cierto nerviosismo y un estado de ánimo que va desde el desasosiego hasta un entusiasmo falto de definición más precisa.
Es un día —sigo protagonizando mis elucubraciones— de una felicidad radiante, de una satisfacción centelleante. La sonrisa de un niño o un anciano ante cualquier obsequio no tiene ni precio ni desperdicio. Eso sí, siempre queda aquel resquemor sobre las personas que no tienen acceso a ningún presente; a los que la vida no les sonríe y la cuesta les impide pensar en otra cosa que la simple supervivencia. Para ellos, el único obsequio posible es una vida digna, merecida, justa. ¡Ojalá reciban su merecido con la inmediatez precisa!
Y, mientras tanto, el que subscribe, mañana se zampará —como quien no quiere la cosa— una magnífica choucroute alsaciana, sauerkraut en alemán, siguiendo una tradición familiar iniciada por mi progenitor hace ya una larga tira de décadas.
¡Feliz festividad de los Reyes Magos de Oriente!