Hasta los seis años de edad fui un niño más o menos normal. Jugaba a fútbol en el comedor de casa, me comía los mocos de vez en cuando, jugaba a indios y a vaqueros —yo siempre hacía de sheriff para poner un poco de paz— y solía estar bastante distraído en clase. Sin embargo, todo cambiaría de repente y de manera radical en las Navidades de 1969.
Aquel año, los Reyes Magos me regalaron el cuento de La Cenicienta, en una versión para niños de la Editorial Roma. Esa edición, que todavía hoy guardo, contaba en su interior con diversas fotografías de apoyo al texto, que permitían entender mucho mejor toda la narración.
En la portada de ese volumen aparecía la protagonista del cuento, triste y llorosa, sentada en el taburete de una cocina, a punto de pelar una patata. De aquella imagen, lo que más llamó mi atención desde el primer momento fueron, lo reconozco, los pies desnudos de la afligida joven. Eran unos pies pequeños, delicados, sensuales, muy hermosos.
Los pies de Cenicienta y los zapatitos de cristal que crearía para ella su Hada Madrina tenían, como es bien sabido, un papel esencial en el desarrollo y en el desenlace del cuento ideado por Charles Perrault, que bien podría ser considerado como el primer cuento inequívocamente fetichista y BDSM de la historia de la literatura.
No sé lo que diría el gran Sigmund Freud de todo esto que les estoy contando ahora de forma confidencial, aunque en mi caso seguramente diría que los bellísimos pies de Cenicienta quedaron ya grabados para siempre en mi inconsciente sin yo saberlo.
Ello explicaría por qué llevo ya casi toda mi vida sintiendo una fascinación absoluta por esa parte tan concreta del cuerpo humano, una fascinación que puede llegar ya casi al éxtasis cuando observo unos pies femeninos elegantemente envueltos en unos stilettos de Manolo Blahnik, Jimmy Choo o Christian Louboutin.
Si los Reyes Magos de 1969 hubieran tenido a bien regalarme Pulgarcito o Caperucita Roja en lugar de La Cenicienta, mi vida habría sido, muy posiblemente, bastante distinta a cómo llegaría a ser luego ya de joven y de adulto, al menos en todo lo relativo a mis fantasías, mis sentimientos y mis emociones.
Podríamos decir que en lugar de tener el complejo de Edipo o el de Electra, yo tenía más bien el complejo del príncipe de Cenicienta. Para intentar superar ese complejo tan complejo, y valga la redundancia, acudí hace ya algunos años a la consulta de una reconocida psicoterapeuta, que me había recomendado un buen amigo.
Al principio, todo iba bien. Ella me hacía preguntas y yo le acababa hablando casi siempre de mi infancia. Un día, incluso me atreví a hablarle de mi oscura y enfermiza pasión por el cuento que ustedes ya saben.
En la siguiente sesión tras esa confesión, me fijé en que por primera vez mi psicoanalista iba descalza, un gesto que mantuvo en las sesiones posteriores y que yo pensé que tal vez formaba parte de la terapia, aunque nunca se lo llegué a preguntar.
Al cabo de un tiempo, decidí dejar de ir a su consulta, pero no por nada malo, sino porque ya no me podía concentrar en escuchar y en seguir sus buenos consejos ante aquella nueva circunstancia freudiana adversa: sus pies eran exactamente iguales a los de mi amada Cenicienta.