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“De Bécquer a Cernuda”

Un artículo de Josep Maria Aguiló

Gustavo Adolfo Bécquer.
Gustavo Adolfo Bécquer.

Uno de los poemas quizás más conocidos de Gustavo Adolfo Bécquer es la rima LXVI, no sólo por su desolado tono existencial, sino también porque uno de sus versos finales daría nombre, años después, al quinto libro publicado en su momento por Luis Cernuda.

La segunda estrofa de aquella rima becqueriana concluía así: «En donde esté una piedra solitaria/ sin inscripción alguna,/ donde habite el olvido,/ allí estará mi tumba».

Y el título del citado poemario cernudiano sería, precisamente, Donde habite el olvido, un volumen que empezaba, además, con un poema que nacía y se desarrollaba a partir de ese mismo verso.

«Donde habite el olvido,/ En los vastos jardines sin aurora;/ Donde yo sólo sea/ Memoria de una piedra sepultada entre ortigas/ Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios», sentenciaba Cernuda en este bellísimo texto, en donde aparecía también, por otra parte, el inmenso dolor que puede provocar a veces el sentimiento amoroso.

En ese sentido, podríamos añadir que si Bécquer fue, muy posiblemente, el mayor poeta romántico español del siglo XIX, Cernuda fue a su vez, implícitamente, uno de los grandes poetas románticos del pasado siglo, más allá de su pertenencia a la Generación del 27 o de la variedad y riqueza conceptual de toda su obra.

Todo ello, sin olvidar que Cernuda admiró a Bécquer ya desde su primera juventud y que, no haría falta decirlo, reivindicó su poesía y su figura siempre que tuvo ocasión.

Esa conexión más allá del tiempo y del espacio me ha alegrado siempre de una manera muy especial, supongo que en gran medida porque Bécquer y Cernuda son dos de mis poetas favoritos desde mi adolescencia; una fascinación que sigue todavía intacta a día de hoy.

Siendo consciente de que, en general, resulta prácticamente imposible poder resumir en unas pocas líneas los motivos de nuestra posible admiración por un poeta, un músico, un cineasta o un filósofo, en este caso concreto diría que siempre que he leído a Bécquer y a Cernuda me he sentido especialmente acompañado, a pesar de que, paradójicamente, la soledad y el desamparo están presentes en muchos de sus poemas.

Pero leerles nunca cansa ni desanima, en primer lugar por el poder cautivador que tienen sus palabras y sus imágenes, y, en segundo lugar, porque casi nunca deja de aparecer en sus textos un rescoldo —un verso— de luz o de esperanza, que atempera su pesar, su nostalgia o su melancolía.

Así ocurre en el que quizás sea mi poema de Cernuda más amado, que además también forma parte de Donde habite el olvido. «Adolescente fui en días idénticos a nubes,/ Cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,/ Y extraño es, si ese recuerdo busco,/ Que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy», afirma al inicio de esta composición, con un primer verso para mí tan evocador como inolvidable, que tal vez sea, además, uno de los más hermosos que se han escrito nunca en castellano.

Aun así y volviendo al sentir quizás más profundo de los dos maestros del artículo de hoy, es posible que Bécquer y Cernuda estuvieran en lo cierto y que nuestro destino último sea, querámoslo o no, formar parte de aquel lugar abandonado y solitario del que nos hablaban; pero también es posible que, como en nuestra adolescencia, haya finalmente un lugar luminoso y acogedor en el que poder descansar, más allá del silencio y la penumbra, más allá del olvido y la tristeza.


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