Desde hace un buen puñado de semanas, Menorca vive en una encrucijada. En esa gran dicotomía que afecta a los destinos que, irremediablemente, subsisten gracias al turismo. ¿Abrimos el aeropuerto para intentar salvar la temporada o lo cerramos y pensamos en nuestra salud?
Hace días que el debate se abrió, pero sigue sin cerrarse. Llevado incluso al extremo: ¿Morimos por la Covid-19 o morimos de hambre? La Isla, con unas cifras de contagios realmente excepcionales mientras duró el confinamiento, se apresuró poco después a levantar la mano para reclamar su cuota de libertad. Llegó incluso más tarde de lo que la mayoría de comerciantes, restauradores y economistas deseaban. Pero esa libertad llegó sin control.
Julio y agosto han abierto la puerta a la libre circulación en puertos y aeropuertos. Atrás quedaron los termómetros, los cuestionarios y el miedo. Y los casos de coronavirus, directa o indirectamente vinculados a la llegada de viajeros, han empezado a multiplicarse. Sean leves o no, más o menos lesivos para la salud, lo cierto es que esos números han provocado que gran parte de Europa haya decidido que Menorca, al igual que el resto de las Illes Balears, no sea un lugar seguro para pasar las vacaciones.
Con eso nadie contaba. Era impensable imaginar que Reino Unido o Alemania iban a levantar la pasarela de los puentes levadizos que llevaban a sus ciudadanos hasta España.
¿Y ahora qué? Con el verano apagando sus luces, una vuelta al colegio llena de minas y la economía absolutamente dolorida, la Isla se apresta a vivir unos meses cargados de plomo. No hay vacuna, ni medicamento, no hay una salida reconocible. Y ese es el principal problema: la incertidumbre. Nadie sabe el camino, ni hacia donde vamos, ni qué habrá al otro lado.
De momento, deambulamos con la mascarilla puesta a la espera de que alguien pulse el interruptor de las buenas noticias. Que llegarán, seguro. El problema es saber cuándo...
¿De qué vamos a morir?
