Gracias al cine, de niño descubrí que una de las profesiones más entretenidas que podía haber en la vida era la de detective privado, al menos en Estados Unidos. Es cierto que grandes detectives como Philip Marlowe o Sam Spade se llevaban a veces algún que otro susto relevante en forma de amenazas, golpes o incluso disparos, o que casi nunca iban muy sobrados de dinero, pero a cambio tenían la suerte de poder conocer como mínimo a una o dos «femmes fatales» en cada uno de sus casos.
La mujer fatal canónica solía tener un carácter extremadamente reservado, poco dado a hablar de sí misma o de su vida actual o anterior. Aun así, en su mirada casi siempre era posible vislumbrar pasiones más o menos ocultas y pecaminosas, propias de las almas más enigmáticas y atormentadas. Seguramente por ese último motivo, una de mis fantasías más recurrentes durante años fue la de poder trabajar ya de adulto como detective privado, para llegar a conocer algún día a una auténtica «femme fatale», a una mujer fatal que fuera literalmente fatal de verdad, tan fascinante como misteriosa, y, por supuesto, con un muy turbio y oscuro pasado.
En ocasiones, una «femme fatale» podía parecer extremadamente despreocupada y alegre, es cierto, pero esa aparente felicidad solía ser muy a menudo una máscara con la que esconder su tristeza, su melancolía o su soledad. Por lo que respecta a su forma de vestir, era siempre de una extrema y maravillosa sensualidad y elegancia. Vestidos preciosos, entallados y sugerentes, junto con los mejores complementos: guantes, joyas, medias de seda, zapatos de tacón de aguja y, quizás, una pulsera en uno de sus hermosos y finos tobillos, como la que llevaba Barbara Stanwyck en «Perdición». Y los labios siempre rojos, por supuesto, incluso en las películas en blanco y negro.
Las mujeres fatales podían ser un poco perversas o incluso malas malísimas, no lo niego, pero también las había nobles, románticas y de buen corazón. Mi única duda años atrás era si sería posible encontrar mujeres fatales más allá de la gran pantalla, pero por lo que decían amigos y conocidos con mucha más mundología que yo, al parecer también existían algunas mujeres así en la realidad.
Como nunca he sido de mucho salir, no podría decir si ahora hay más o menos mujeres fatales que antes, pero me atrevería a decir que es muy posible que fatalmente —y valga la redundancia— hoy haya muchísimas menos mujeres fatales que en otras épocas. Esa circunstancia sería debida, al menos en parte, a dos hechos en apariencia menores, como son las cada vez mayores restricciones en el consumo de tabaco y de alcohol. Hemos de recordar que la verdadera y genuina «femme fatale» siempre bebía y fumaba a conciencia. De ese modo, podía lograr seducirnos por completo o arrastrarnos directamente hacia la ruina más absoluta y total tan sólo sorbiendo delicadamente un vaso de whisky con hielo o en el breve lapso de tiempo que transcurría entre una primera calada suya y la inmediata formación de una sinuosa y evanescente voluta de humo.
Nada de aquel mundo que descubrí en las películas de cine negro norteamericanas parece existir hoy ya, ni en el ámbito de la ficción ni en nuestra vida cotidiana. Aun así, todavía sigo fantaseando de vez en cuando con empezar una nueva vida laboral como detective privado, aunque sólo sea para poder llegar a conocer algún día a una auténtica, fascinante y misteriosa mujer fatal. Radical y extremadamente fatal, a ser posible.