He pasado unos días en la ciudad de l’Alguer (Alghero, en italiano), situada en la costa noroeste de la isla de Cerdeña, en pleno centro del Mar Mediterráneo.
En l’Alguer uno siente, con una plenitud rebosante de sensibilidad, todo aquello que se desprende de la civilización mediterránea. Su geolocalización en el mapa transmite una sensación histórica imponente. Como en todos los rincones de este mar tan “dulce hasta que se cabrea” (en palabras de Josep Pla, uno de los escritores acérrimos amantes de la civilización creada alrededor de sus aguas) sus paisajes -ya sean rurales o bien urbanos- respiran un aire ancestral que enlaza con su arquitectura, su propia historia, sus cultivos, sus aromas, su gastronomía, su meteorología y, en definitiva, con un conjunto de sentimientos que caracterizan una identidad profunda y un sentido de pertenencia poco característicos en muchas otras zonas del planeta. El Mediterráneo (el mar y su entorno) forma parte explícita de una región que se ha forjado a base de luchas militares y de creatividad sensorial.
Los griegos -y más tarde el Imperio Romano- establecieron, con su poder y control marítimo- una serie de normas de todo tipo (jurídicas, sociales, artísticas, pragmáticas) que fueron, después, los cimientos de toda una civilización que, lenguaje y costumbres incluidas, marcaron la ruta de un futuro prometedor, un futuro que ha sobrevivido al pasado y que vive en un presente continuo.
“Trigo, vino y aceite” es la trilogía de elementos que reza en un muro del magnífico MuCem (Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráno) extraordinario edificio erigido en el año,2013 por el arquitecto Rudy Ricciotti en Marsella. Efectivamente, puede que estos tres elementos o alimentos básicos sean, simplificando, los tres puntales en los que el Mediterraneo se ha hecho un nombre y un prestigio universales.
De todos modos, hay otros cientos de componentes -derivados o no de los tres citados- que configuran el ambiente de esta área geográfica. El Mediterráneo respira un aroma (casi un perfume) que une a sus habitantes. Evidentemente, la sal de su mar. Pero también la fragancia de sus campos de cultivo, la belleza de cipreses y olivares, la rigidez de sus piedras ancestrales, los cielos aclaparadoramente luminosos, las tradiciones que juegan con fuego y músicas exóticas, sus edificios pertenecientes al pasado clásico (resultados de mezclas paganas y cristianas), sus cítricos de una fertilidad y fecundación a prueba de la diosa Ceres (“crecer” y “crear”), su identidad común y, finalmente, su cultura (también de la raiz “cultivo”.
El carácter mediterráneo conlleva un cierto caos y un bastante de improvisación, elementos que comparte con un punto de profundidad y reflexión, en claro contraste con el consabido pragmatismo luterano del norte de Europa y con la frivolidad y “facilidad” del mundo anglosajón; hablando en general, claro, y de manera harto esquemática.
Y sí, el Mediterráneo es mi segunda patria, mi patria más universal, mi cuna de puertas abiertas, mi zona de confort más entrañable y sentimentalmente más adyacente. Me siento “mediterráneo” por los cuatro costados y su “historia” me pertenece y así la asumo y asimilo, casi de modo familiar.
Una caldereta de langosta cocinada a fuego lento (con un cualquier tipo de sofrito, con cebollas, tomates, ajos, etc) en una pequeña cala rodeada de pinares, frente a un mar habitualmente ingenuo y con una fuente de fresca agua dulce en una esquina, forma parte de mi mundo más inmediato. Si, encima, desde la hermosa playa se puede vislumbrar los restos de un templo griego o romano y si, aun por encima, sopla una brisa marina del atardecer, ya la cosa se pone imparable.
Créanme: vivimos en un mundo paradisíaco… aunque mejorable, claro.
… y si echamos la vista atrás, veremos que este paraíso en la Tierra, cuna de la civilización, que es de la sociedad en suma, se ha visto sacudido continuamente por GUERRAS DE RELIGIÓN que han empañado el cómodo disfrute de su población… desde los fanáticos otomanos que pirateaban por sus costas, expandiendo eso que llamaban su fe, contra las reales familias integristas bajo la órbita cristiana, hasta las ya mencionadas guerras de religión de las diferentes herejías que se iban produciendo en unas religiones claramente creada man made y falta de concreciones… desde las sangrientas cruzadas, hasta los actuales avisperos árabe-israelíes, una eterna tontería que hunde sus raíces en la época tribal de la edad del bronce, señal de que la religión ha estado emponzoñando la vida de las personas desde los siglos de los siglos, que no es un valor en sí, sino una rémora al desarrollo de una sociedad sana… pobre Mediterráneo, haber sufrido tanto por algo tan inane y estúpido, cómo hubiésemos podido progresar sin la cosmogonía de las creencias… y sí, todos nos sentimos parte de nuestro mare nostrum, y orgullosos de vivir en el centro de la cuna de la sociedad occidental, helenística, romana, y cabal, tranquila, preciosa y evocadora… pero qué lastre que tenemos con la religión, carajo…