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Deliciosa algarabía para un cincuentenario

Un 'Abrazo de sal' de Lola Maiques Flores


Entusiasmo, emoción, bálsamo de arte y de risa de la mano de un barbero universal, de un conde y su amada, y su tutor y sirvientes y criados. Podría haber sido cualquier otra, pero la Fundació Menorquina de l’Òpera eligió “Il Barbiere di Siviglia” y un elenco más que dispuesto a exprimir todas sus cualidades vocales y actorales, sublimadas por la dirección escénica del infalible Masssimo Gasparon para su L Temporada de Ópera.

Con su elección, el Teatro Principal de Maó, hoy sí, lleno hasta la bandera, al haber desaparecido las restricciones de aforo, se rindió de una vez más, y van cuatro, a los amores del Conde de Almaviva y Rosina, y los enredos que teje Fígaro para que ni el marcaje de Don Bartolo, los desvelos de Don Basilio o las intromisiones de Berta, Fiorello o la guardia, los impidan.

Enmarcada por la viva música de Gioachino Rossini, interpretada por la Orquestra Simfònica de les Illes Balears, bajo la batuta de Michele Gamba, con el acompañamiento del Cor dels Amics de s’Òpera de Maó, dirigido por Cristina Alvárez, “Il Barbiere” se demoró brevemente en mostrar toda su energía, para ir indudablemente a más en cada cuadro.

El comienzo, algo titubeante, como contagiado del amor que no se asomaba al balcón, dio paso, tras el Largo al factotum de Andrzej Filonczyk (Figaro), a un extraordinario derroche de entrega y virtuosismo, que fue premiado por sentidas ovaciones. De Figaro a Rosina (Raffaella Lupinacci), de Xabier Anduaga (Conde de Almaviva) a Don Bartolo (Paolo Bordogna), pasando por Don Basilio (Marko Mimica), Berta (Marta Mathéu) y Pau Armengol (Fiorello), el público se rindió a la experimentada juventud de los cantantes.

Y de dejó envolver por la cálida sensación de normalidad que transmitía el Principal y se dejó embargar por la íntima alegría de los placeres recuperados que crecía en los corazones en paralelo al amor de Almaviva y Rosina en el escenario, sin que la necesidad de observar las medidas de seguridad, un empeño de los profesionales del Coliseo mahonés, fueran obstáculo.

Y la música, la escena, el vestuario, las risas calladas, los aplausos volvieron a ser el antídoto que siempre ha sido, la expresión de la creatividad y el arte que, aún bebiendo de  la tradición, se renueva cada vez que un espacio escénico acomoda a la cultura, cada vez que un telón se alza.


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