Llegamos al final del año en plena oleada de la pandemia de Covid 19, la sexta, igual que lo empezamos con otra, la tercera. Con la diferencia de que, gracias a la vacunación masiva, los casos de enfermedad grave y defunciones son mucho menos frecuentes. Pero no nos equivoquemos, la presión sobre el sistema sanitario, en particular sobre la atención primaria, sigue siendo brutal, con el agravante de que el personal sanitario está fatigado, estresado y psicológicamente desmoralizado.
La vacunación ha demostrado ser la única herramienta eficaz para evitar medidas drásticas de confinamiento total, que es útil contra la enfermedad pero nefasta para la economía y la moral de la sociedad.
Es imperativo que los gobiernos de los países desarrollados comprendan que de no extender la cobertura vacunal a la totalidad de la población mundial no se detendrá la pandemia y que la circulación del virus en los países en vías de desarrollo generará inevitablemente la aparición de nuevas variantes del virus, como ha ocurrido con la ómicron que nos está afectando en estos momentos. Por nuestro propio interés, no solo por ética y decencia, que también, debemos financiar los programas de vacunación de todos los países cuyas economías y sistemas sanitarios sean incapaces de implementarlos.
También llegamos al final del año con el semifracaso de la cumbre del clima de Glasgow y la sensación de que se ha perdido el último tren para contener el incremento global de la temperatura en unos límites soportables y de que avanzamos hacia el abismo climático como ovejas al matadero.
Y al deterioro de la economía provocado por la pandemia se añade un incremento disparatado de los precios de la energía y una inflación galopante que amenazan con neutralizar, al menos en parte, los beneficios de los fondos next generation de la Unión Europea.
Y para la democracia representativa tampoco son buenos tiempos. El auge de países con sistemas autoritarios, con elementos de democracia formal algunos, como Rusia, otros ni eso, como China, pero con éxito económico, al menos relativo y con aceptación mayoritaria por parte de sus ciudadanos, al menos aparente, está resultando atractivo para muchas personas, demasiadas, que en estos tiempos de tribulación, prefieren sacrificar libertad a cambio de seguridad. Políticos y partidos populistas que instauran sistemas basados en el control del sistema judicial, en el acoso de los opositores y de la prensa independiente y en la satisfacción de las pulsiones nacionalistas y los temores xenófobos de muchos de sus ciudadanos están proliferando por doquier y, por desgracia, gobernando en muchos estados.
Aparte de Rusia y China, podemos citar, solo a título de ejemplo, el gobierno nacionalista hindú de la India de Narendra Modi, el criminal presidente Duterte de Filipinas, que alienta y promueve ejecuciones extrajudiciales, el presidente Erdogan en Turquía, Bolsonaro en Brasil, Ortega en Nicaragua, Maduro en Venezuela, pero también el infame cuatrienio de Trump en Estados Unidos, que casi acaba con la democracia de la primera potencia mundial y en la propia UE los gobiernos del partido Ley y Justicia en Polonia y de Orban en Hungría, que están socavando las propias bases democráticas sobre las que se implanta la UE.
Y en toda la UE han surgido formaciones populistas, de extrema derecha o directamente fascistas que han conseguido consolidar una nada despreciable base electoral y que les ha llevado incluso a formar parte de los gobiernos de sus respectivos países, aunque, de momento, de forma breve, como en Austria e Italia, excepto en los mencionados casos de Polonia y Hungría, donde están consolidados con mayorías estables en sus respectivos parlamentos.
En fin, el panorama para el 2022 no es muy halagüeño, ni en lo que se refiere a la pandemia, ni a la economía, ni a la emergencia climática, ni a la estabilidad política internacional, ni a la salud de los sistemas democráticos. Pero nada es irreversible todavía. De lo que hagamos en los próximos meses dependerá la evolución de la pandemia y de lo que hagamos en los próximos años, pocos, dependerá la salud del clima, de la economía y de la democracia representativa.
P.S.: ha muerto Edward O. Wilson, biólogo, entomólogo y divulgador científico de talla mundial, padre del concepto de biodiversidad. Propuso la conservación de la mitad del planeta, como mecanismo para evitar la extinción masiva a la que estamos asistiendo y preservar, precisamente, la biodiversidad. El proyecto de las Naciones Unidas 30 por 30, que propugna la conservación del 30 % de la superficie terrestre y marítima para 1930, se basa en sus ideas. El planeta y la humanidad quedan huérfanos de uno de sus grandes defensores.