Hace mucho tiempo que me doy cuenta de ello y, fruto de tanta observación, aparecen en mi mínimo cerebro algunas superficiales reflexiones: en una ciudad –como más grande, más evidente- la gente va por la calle sumida en un estado generalizado de soledad. Las personas circulan por las aceras envueltas en su propia introversión, si se me acepta el vocablo. Ese fenómeno se repite en los medios de transporte o en otros lugares públicos.
Me estoy refiriendo, básicamente, a aquellas personas que caminan, viajan, comen, o pasean solas. Las otras, las más sociales, las que van en grupo, se entretienen a base de conversaciones de orden interno. Y las parejas de enamoradas morrean, que es lo suyo.
Casi nadie se conoce; a veces, ni dentro del mismo vecindario, en su propia escalera, o en su chalet adosado. Es cierto que, como nadie reconoce a nadie, no tiene motivo alguno entablar ningún diálogo con los demás transeúntes. ¡No acabaríamos nunca!
Pero de ahí a mantener una postura cerrada, de ceño fruncido –en multitud de ocasiones, las caras reflejan una mala leche colosal – va un tramo muy largo. Tampoco se trata de andar sonriente, levantar un poco el ala del sombrero para esbozar un saludo, ni mucho menos demostrar, con gestos y abrazos u otras muestras de efusividad, la enorme alegría que nos embarga el encuentro rutinario y pasajero. Sería demasiado falso.
El personal anda cabreado; sí, muy cabreado. La situación general no ofrece, desgraciadamente, demasiadas posibilidades de desarrollar estados de felicidad, aunque no estaría de más intentar relajar un poco los músculos faciales y ‘regalar’ a la comunidad una expresión un tanto más abierta, más natural, más simpática…sin exagerar.
Descargo de estos menesteres a las personas que, cuando se mezclan con el gentío, están ejerciendo sus labores, como, por ejemplo, los carteros o los conductores de trenes o autobuses. Trabajar siempre cabrea. Y excluyo, también, de estas actitudes de cerrazón mental-corporal a las embarazadas del todo, que, con su esplendido bombo ‘barriguil’, lucen en su rostro la próxima alegría.
De todos modos, si este cambio de expresión no fuera posible por los motivos que sean, sí que pediría a la gente que circula en días de lluvia, el mínimo gesto de regular los paraguas al cruzarse con otro peatón. Antes de la guerra, este simple detalle (el mesurar la altura y posición de ambos paraguas, justo unas décimas de segundo previas al encuentro, para evitar estúpidas colisiones) era una pequeña demostración de civismo urbano, de buen gusto, de una sencilla elegancia.
Venga, hombre, a ver si nos animamos…
… quién usa sombreros hoy en día ?