Cuando pienso en cómo debían de ser los columnistas de épocas ya algo lejanas, por ejemplo de finales del siglo XIX, pienso en personas todavía algo románticas, que escribían sus textos a mano, tal vez junto a una ventana o quizás a la luz de una vela, presumiblemente en el interior de una pequeña buhardilla o de una habitación razonablemente desordenada, entre decenas de carpetas y papeles.
En esas imágenes fruto de mi imaginación suelo entrever igualmente una mesa o un escritorio con los borradores de los últimos textos redactados, algunos con manchas de tinta y otros con algunos pequeños tachones, justo antes de ser pasados finalmente a limpio, para ser entregados después personalmente o a través de un diligente criado en la redacción de tal o cual periódico.
Si avanzo ahora con mi imaginación algo más en el tiempo, por ejemplo hasta mediados de los años cincuenta, visualizo a columnistas que preparaban sus artículos con una elegante pluma estilográfica, un buen bolígrafo o una máquina de escribir, aunque seguramente aún podríamos seguir detectando en esos textos algunas faltas y borrones, que en aquellos años continuaban siendo todavía casi del todo inevitables.
Por fortuna, todo cambiaría casi por completo en los años ochenta, con la llegada de los ordenadores a muchas casas y a las redacciones de los periódicos, pues no sólo se ganó en rapidez y en silencio a la hora de escribir, sino también en limpieza, ya que todos los textos podían editarse a priori de forma perfecta gracias a los correctores automáticos.
Con independencia de todos esos sucesivos avances tecnológicos y metodológicos, seguía existiendo aún un nexo de unión esencial entre los columnistas de esas tres épocas, que era el hecho de que sus textos salían publicados siempre en las ediciones de papel, bien en las del día siguiente o bien en las de jornadas posteriores.
En cambio, desde principios de este siglo es posible que una columna salga ya sólo en una edición digital o que se publique apenas unos minutos después de haber sido escrita en el ordenador. Lo único que no ha cambiado desde finales del siglo XIX hasta nuestros días es que las columnas de los diarios siguen hablando aún, esencialmente, de las cosas que nos preocupan, de las cosas que nos alegran, de los sueños que nacen o se desvanecen, del futuro siempre incierto, de la vida.