Después de tres meses desde la invasión de Ucrania por Rusia y la conversión del conflicto en una guerra de posiciones y desgaste, se está produciendo lo que era de temer: una progresiva disminución de la presencia de la contienda en los medios de comunicación y un creciente desinterés por parte de la opinión pública.
Esta es una época desgraciada en la que solo lo más inmediato y reciente, aunque trivial, recibe apenas unos instantes de atención para ser sustituido, sin solución de continuidad, por el siguiente acontecimiento, de habitual tan irrelevante como el anterior y, además, estamos tan saturados de conflagraciones locales y regionales que las escenas de devastación, muerte y crímenes de guerra ya apenas nos impactan emocionalmente. Consumimos nuestra ración diaria de horror, de horrores varios, con los telediarios, nos indignamos un poco y seguimos comiendo, o cenando, o tomando café, o un whisky.
La guerra de Ucrania nos duele un poco más porque tiene lugar en Europa y ha generado una oleada de millones de desplazados y refugiados que son blancos, cristianos y hablan una lengua indoeuropea como nosotros. Unos refugiados a los que hemos tratado con generosidad y apoyo incondicionales, como no podía ser de otro modo, pero como no hemos tratado a los que tienen la piel más oscura, practican otras religiones y hablan idiomas de otras familias lingüísticas, a los que no solo hemos discriminado, sino que los hemos convertido en excusa política para justificar falsamente muchos de los males que nos aquejan como sociedad y que son responsabilidad nuestra y de nuestros disolutos dirigentes, muchos de los cuales fueron los primeros en apuntarse a la demagogia populista de culpar a los inmigrantes y refugiados de problemas que, en realidad, ellos habían causado con su torpeza, su incompetencia, su venalidad y su indolencia.
Sin embargo, por más que le demos la espalda, la guerra de Ucrania está teniendo una enorme incidencia negativa sobre nuestras vidas. La inflación galopante que se está produciendo y que amenaza con empobrecernos y disminuir nuestra calidad de vida está directamente relacionada con el alza de los precios del gas y el petróleo y, con ellos, de todos los productos energéticos, electricidad y combustibles y, a partir de ahí, de prácticamente todos los bienes y servicios, incluidos los de primera necesidad, como los alimentos.
Pero aun puede ser peor, puesto que Ucrania es unos de los primeros productores y exportadores mundiales de algunos productos básicos, como el aceite de girasol, cereales y maíz. La estrategia de los rusos de bloquear el acceso ucraniano al mar Negro impide la exportación de todos estos productos, y el resultado será, ya está siendo, no solo un encarecimiento de los mismos en nuestros mercados, sino la aparición de una crisis alimentaria brutal en algunas zonas, especialmente en muchos países africanos que dependen del suministro de Ucrania para satisfacer sus necesidades alimentarias básicas.
Y si se produce una hambruna generalizada en muchas zonas de África ya sabemos que el resultado será un desplazamiento masivo de población hacia Europa, lo que significará millones de personas desesperadas intentando entrar en la Unión Europea a cualquier precio, incluyendo su propia vida.
La UE está reaccionando relativamente bien ante esta tragedia de la agresión rusa a Ucrania, mejor de lo que muchos esperábamos, pero, aun así, lo hace con excesiva lentitud, derivada de su excesivamente compleja arquitectura institucional y de la necesidad de que las decisiones se tomen por unanimidad. Está tardando demasiado en aplicar un embargo al petróleo ruso y parece que, al final, dicho embargo será solo para el crudo importado por barco, pero no para el que llega por oleoducto, medida exigida por Hungría y apoyada por otros países centroeuropeos, como Chequia y Eslovaquia, muy dependientes del suministro ruso, lo que significa que el embargo se queda a medias y el impacto sobre la economía rusa será discreto.
También está tardando en establecer una solución para la exportación de alimentos ucranianos. Se habla de un transporte terrestre hasta puertos de la UE en el Báltico o en el mar del Norte y, a partir de ahí, llevar la mercancía a destino en barcos. También se habla de una misión, arriesgada, de barcos militares europeos para proteger los bajeles ucranianos cargados con los bienes exportados de ataques de la marina rusa. Sea cual sea la decisión final, debería tomarse sin mayores dilaciones, a fin de evitar la crisis alimentaria que ya se otea en el horizonte.
Mientras tanto, las autoridades ilegítimas rusas de los territorios ocupados, sobre todo las de las provincias de Jersón y Zaporiya, están robando las existencias de alimentos de los almacenes y transportándolas a Crimea, con la excusa de que es para exportarlas. Pero, claro, dichas ‘exportaciones’ serán cobradas por los rusos y no por su legítimo propietario, el estado ucraniano. Se trata de un caso claro de expolio, de rapiña, de botín de guerra.
La guerra de Ucrania ha tenido, tiene y seguirá teniendo gravísimas consecuencias no solo para los ucranianos, sino también para todos nosotros, directas e indirectas. No deberíamos olvidarla o arrinconarla entre las noticias secundarias de los medios de comunicación.