El mundo avanza hoy con tal rapidez y pasan a veces tantísimas cosas distintas en muy pocas horas, que en ocasiones la columna que hemos entregado un viernes para que sea publicada un sábado puede haber quedado quizás algo anticuada temáticamente, salvo que hayamos elegido hablar de algo que en principio pueda ser intemporal.
Si lo deseamos, siempre tenemos la opción de poder hablar del final de la primavera o del inicio del verano, de los entrañables vencejos o de las hojas ocres del otoño, de algún recuerdo infantil o de alguna anécdota curiosa, de alguna película mítica o de algún libro extraordinario, de nuestros íntimos sentimientos o de nuestras posibles desazones. Cada uno de esos temas y otros igualmente personales quizás sean, además, los únicos capaces de acabar trascendiendo, de algún modo, el inevitable e imparable paso del tiempo.
En mi caso, la mayoría de artículos que he ido publicando en estos últimos años pueden ser considerados esencialmente como intemporales, en el sentido de independientes del curso del tiempo. Esa intemporalidad temática puede llegar a ser, por otra parte, una gran ventaja para todos, tanto para uno mismo como para los lectores, pues no siempre el día a día político o socioeconómico logra suscitar nuestro interés o resulta suficientemente atractivo como para acabar centrándonos de manera habitual en él.
El hecho de no seguir minuto a minuto todo lo que pasa en nuestro país o en cualquier otra parte del mundo puede acabar resultando, además, bastante beneficioso para nuestra salud, sobre todo si tenemos una cierta predisposición genética a la hipersecreción gástrica, la glucosa elevada, la hipertensión arterial, la artritis reumatoide, los ojos llorosos, la bilirrubina alta, la insuficiencia venosa o las contracturas musculares, como por ejemplo ocurre en mi caso.
Esa es la principal razón por la que, de un tiempo a esta parte, no veo los telediarios, me informo lo justo y apenas hablo con nadie de política. De hecho, desde que tomé esas tres decisiones concretas, me encuentro mucho mejor de salud, tengo mejor color e incluso creo que he perdido algo de peso. Como lector, me limito también ahora bastante, para evitar posibles recaídas, aunque es cierto que no siempre fue de ese modo.
Así, cuando era algo más joven que ahora, me gustaba ir comprando todos aquellos libros que recogían selecciones de artículos o de crónicas de los escritores y pensadores españoles que yo más admiraba cuando tenía veinte años, como Mariano José de Larra, Azorín, Pío Baroja, Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset. En dichas recopilaciones solían incluirse tanto textos que hablaban de asuntos de máxima actualidad en el momento en que fueron publicados por primera vez como textos impregnados de un hermoso aliento literario, entre lírico, nostálgico y melancólico, decididamente intemporal.
Como joven lector, me gustaba poder conocer algo de la época en que habían sido escritos dichos artículos, sobre todo si se trataba de una etapa histórica que no había vivido, pero lo que de verdad me encantaba era percibir una profunda afinidad sentimental con esos autores, en especial cuando hablaban a veces del final de la primavera o del inicio del verano, de los entrañables vencejos o de las hojas ocres del otoño, de algún recuerdo infantil o de alguna anécdota curiosa, de íntimos sentimientos o de posibles desazones.
Todos aquellos grandes maestros, a los que todavía hoy sigo admirando, me enseñaron hace ya casi cuarenta años no sólo a ser más tolerante, más sosegado y más reflexivo, sino también a entender que quizás sean sólo los temas inactuales los únicos por los que jamás acaba pasando el tiempo, pues, de algún modo, acaban permaneciendo para siempre en nuestra memoria, en nuestro corazón y en nuestro recuerdo.