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“Solemnes borracheras (y 2)”

Un artículo de Jaume Santacana

Imagen de Helsinki.
Imagen de Helsinki.

Todavía están a tiempo. Si alguno de ustedes, conspicuos lectores, no han tenido la ocasión de viajar en un tren loco (mucho más salvaje que el famoso “Dragon Khan”), tómense unos días de vacaciones y trasládense al norte de Suecia justo en la frontera con Finlandia: allí empieza la diversión.

Tornio es la última ciudad sueca. De su estación toma la salida un tren con destino a Helsinki, la capital de Finlandia. Al principio uno asciende al vagón con rigurosa normalidad. Los pasajeros se acomodan y nada hace prever un futuro movido. La primera parada que se efectúa es Haparanda, ya en territorio finés. El despelote se intuye: subida del personal finlandés cargado de bolsas opacas.

En menos de lo que canta un gallo -justo cuando las ruedas del convoy empiezan a chirriar sobre los carriles nórdicos- es cuando los pasajeros recién incorporados sacan a la luz y muestran, desinhibidos, el contenido de sus bolsas que no es otro que una ingente cantidad de botellas de naranjadas y limonadas que, con sus ingenuas etiquetas (Fanta, Mirinda etc.) camuflan el auténtico “tesoro”: vodka puro.

A partir de este momento, los finlandeses reparten el botín al plenario del tren. Los viajantes –ávidos de aguardiente y con una sed atávica y ancestral- empiezan a beber el escandinavo y eslavo mejunje. En el interior del vagón (con mobiliario, aún, de madera; como en los trenes del Oeste) se hace el silencio mientras se masca el cambio de ambiente. La falta de sonido se produce, exclusivamente, por la acción de tener, todos, las bocas bloqueadas por el contacto del morro humano con los respectivos morros de las botellas de naranjadas y limonadas camufladas. Una sorprendente combinación entre el aparato digestivo y la fortaleza del espíritu (del alcohólico, quiero decir).

El vagón adquiere, al cabo de unos cuantos minutos, el aspecto de una macrodiscoteca sobre las cuatro y media de la madrugada; o más precisamente, una fiesta rave en una fábrica abandonada de un polígono industrial en las afueras de cualquier núcleo urbano más o menos civilizado. Lo olvidaba: el recorrido es de noche, supongo que para darle más veracidad al asunto y gozar de más inmunidad por aquello de la nocturnidad y alevosía; más morbo.

Pasadas ya un par de horas de mamoneo, los pasajeros, todos, se conocen de toda la vida, se abrazan, lloran y se cuentan sus desgracias. Unos instantes más tarde, llegan los cánticos y, finalmente, empiezan a surgir las primeras vomitonas: la buena gente arroja lo consumido (y más, si es necesario) con una mezcla de alegría y tristeza digna de los ágapes romanos. Todo muy bien organizado y con la ausencia total de alguien que pueda ejercer su autoridad en labores de vigilancia; esto -la falta de control por parte de las fuerzas de seguridad- le quita un pelín de emoción a la bacanal ferroviaria.

Llegados a Oulu –quinta ciudad de Finlandia en número de borrachos (bueno, digamos que de ciudadanos también)- se produce el ansiado relevo. Se intuyen las primeras luces del alba. La mitad del personal, destrozado por las descomunales “peas” (“merluzas), se apea, dicho sea en una magnífica redundancia no deseada pero explícita. Las condiciones son lamentables. El cincuenta por ciento de los “descendidos” es ahora rellenado por una nueva generación de sedientos que, con sus bolsas opacas, hacen su silenciosa entrada en el vagón. Más de lo mismo.

La llegada a Helsinki es, sin lugar a dudas, triunfal.

Para aquellos que no puedan vivir un espectáculo ferroviario de estas características, les recomiendo asistir a un partido de fútbol en el estadio del Dynamo de Kiev, en Ucrania: la sensación es la misma pero sin el movimiento del tren; bolsas opacas con “Fanta” y “Mirinda” incluidas…


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