Los payasos, los profesionales, gozan de todo mi respeto y admiración; vaya esto por delante. Seres que se fijan como objetivo (y que, en ocasiones no lo consiguen, como en tantos otros oficios, por ejemplo con los gallegos metidos a políticos) abrir sonrisas entre la gente, deben ser meticulosamente bien recibidos en una sociedad agobiada y traumatizada mentalmente. Con esta aclaración pretendo quitarle hierro al calificativo que refleja el título de este papel y decir que solo pretendo utilizar la parte más sonora y a todas luces injusta del adjetivo para mejorar la compresión de su significado.
Escribo este texto, un par o tres de meses antes de que se produzca, nuevamente, el atropello sistemático y periódico. Como todos los años —bisiestos o no— llegamos a esta época en la que se producen los fastos de la gran inmoralidad que se apellida Carnaval. ¡Válgame Dios: menudo coñazo! ¡Qué bochorno! La gente, durante este lamentable período de tiempo se convierte en turuleta y exhibe sus majaderías, personales y colectivas, sin ningún género de pudor ni de vergüenza. Disfrazarse, ya de por sí, representa un acto escandalosamente frívolo, inútil e inconsciente, dedicado a las mentes más perversas y bullangueras. Si además, esta desviación humana se manifiesta con toda su crudeza en la más pura exhibición pública de este dislate ante el resto de la parroquia, en este punto, la cosa adquiere dimensiones de alto riesgo psicológico.
Cuando, en su momento, circulo por la calle y observo, de forma impune, a tumultuosos grupúsculos de ciudadanos ataviados como brujas, madres superioras de las Carmelitas Descalzas, astronautas, dráculas, urnas (sí, lo juro: ¡los he visto!), setas, ranas, obispos, berberechos, directores de orquesta, etc… me pongo, literalmente, a parir. ¿Cómo puede haber tanto chiripitiflautico en nuestro planeta? ¡Madre del Amor Hermoso!
Si ya es esperpéntico visualizar esta ristra de despropósitos humanos, la guinda la ponen los niños; pobrecillos ellos, mis angelitos… Los nenes y las nenas también —como los mayores— suelen personarse en manada. En las escuelas públicas van todos con el mismo disfraz o parecidos (éxitos televisivos); en las privadas, cada infante luce la vestimenta que sus padres —con posibles y un mal gusto atroz y desesperante— les han engatusado. ¿Y qué decir de los bebés…? Al hijo de mis vecinos, el ínclito Tomasín, le pusieron de “osito panda”. Sus progenitores tuvieron la grave desfachatez de traérmelo a casa para que yo “disfrutara” de tamaña insensatez. El rorro, de siete meses de buena y feliz existencia, se hallaba bajo claros síntomas de vergüenza ajena: su mirada andaba perdida, su tez palidecía por momentos y su estado anímico estaba por los suelos; no berreaba por educación, esmero, valentía y elegancia. Me puse en su piel (no: no me puse de “osito panda” sino en la suya propia) y el sentimiento de lástima me golpeó en mi más hondo pesar; daba pena, el chavalito de marras.
Creo que ya va siendo hora de que alguien ponga remedio a tales desmanes y mande esta ridícula tradición al contenedor de extravagancias obsoletas (color blanco). Según me han dicho de buena fuente, los mormones no están por la labor de disfrazarse. He tomado la firme decisión de “mormonearme” e intentar ser útil a la sociedad a la que me debo, con respeto, estética vital y clarividencia. Y lo que me jode un montón: ¡el año que viene…más.! Y así: in sécula seculorum o hasta que las trompetas de Jerico anuncien el fin del Mundo y el tan ansiado y esperado Juicio Final, en el que confío y deseo que los disfrazados paguen de una puta vez por sus culpas y ardan, con la fogosidad suficiente en el Fuego Eterno. Eso sí, con la libertad de achicharrarse y chamuscarse disfrazados de Lola Flores o el Zorro si les da la gana.
… los fanáticos meapilas suelen ser bastante transparentes… se les escapan expresiones como “válgame dios, la parroquia, disfrazarse de obispos, madres superioras, carmelitas descalzas, amor hermoso, angelitos…”… está visto que no les hace gracia el Carnaval, que en sí es una MOFA y BEFA de la religión, y por eso están ansiosos, querrían con toda su alma “que estos despropósitos, desmanes y extravagancias” desaparecieran, y que llegara el juicio final del apocalípsis, para ser castigados (por ofender a la religión)… hay escritos que son transparentes, y éste es uno de ellos… Pero aclaremos que, si bien el Carnaval muchas veces se pasa de rosca, (es cierto que muchos acaban haciendo bulling a sus hijos o sus mascotas en aras de su propio ego y para pasárselo bien ellos), la verdad es que quién está ENFERMO de verdad es la persona muy religiosa que ayuna, se mortifica y quiere que todos se arrodillen ante sus creencias en tiempos cuaresmales, un periodo mucho más freaky que el sano Carnaval… la Cuaresma sí que es digna de repulsa, es la que debería desaparecer, como todas las religiones… viva el Carnaval, imperfecto, pero liberador… liberador de la religión y sus patéticos voceros…