Soy de los que siempre han pensado —y lo sigo haciendo— que la poesía se debe consumir de manera íntima y en un ambiente de silencio, serenidad y recogimiento.
El poeta, el auténtico creador de poesía, suele escribir sus versos rodeado de una total soledad, lejos del tópico del “mundanal ruido”, en un espacio suficientemente confortable y en una situación mental que comporta una cierta agitación neuronal, es decir, en el centro de una sólida excitación pasional y repleto, su cerebro, de emociones y, sobre todo, una sensibilidad a flor de piel y, a la vez, un corazón, su alma, en condiciones de crear y guardar el texto en uno u otro cajón que permita traspasarlo —si él lo cree necesario— a un futuro prójimo, sea allegado o sea universal.
Algunos de ustedes, seguramente, me indicarán con buenas dotes de observación que también se puede crear óptima poesía en otro tipo de situaciones tales como: sentado, plácidamente, a la vera de un arroyo bucólico (si es que todavía queda algún arroyo mínimamente idílico o pastoril; e incluso, si queda algún arroyo, simplemente); en un café, a la orilla del mar; apoyado en una roca en lo alto de una loma; o, mismamente, en el interior de un vagón de tren. Cierto. Pero para eso, el poeta debe tener un sentido de la abstracción colosal, gigantesco, monumental. Pero, sí, efectivamente, se puede dar el caso.
Dicho esto, me voy a referir, ahora, al sistema de consumo de poesía, así, en general. Es decir, a la manera que tenemos los humanos de hacer llegar a nuestros sentidos los poemas que los poetas (valga la casi redundancia… ¡por un pelo!) han escrito para nuestro solaz entretenimiento y esparcimiento más o menos cultural-recreativo. O séase, de qué modo nos alcanza la sensualidad con la que se ha originado una creación poética.
Existen dos formas de obtener poesía como alimento para nuestro goce y disfrute: leída o escuchada. En el segundo término verbal, escuchar, también observamos un par de posibilidades: recitada o cantada.
Voy a serles sincero (y que conste en acta que no suelo serlo nunca; me parece poco civilizado): desde mi personal y humilde punto de vista, la poesía debe ser, siempre de los siempres, leída; así de claro.¿ Por qué? Muy sencillo: porque la poesía —me estoy refiriendo siempre a la “buena poesía”, claro— hay que consumirla con los mismos condicionamientos con los que ha sido creada; restricciones que deben ser lo más idénticas posibles al momento de su origen o invención. Condicionantes los cuales ya han sido relatados al principio de esta crónica. La concentración del lector debe ser lo más parecido a su elaboración por parte del autor.
La poesía “escuchada”, lo que podríamos denominar “recitada” o “declamada”, según mi opinión, me parece un gravísimo error se mire como se mire. E insisto: por mucho que un actor o una actriz posean una maravillosa voz, un genial timbre de voz o unas características gestuales de primer orden, la distorsión que se produce en el oído humano es espectacular, en su sentido más peyorativo, se entiende. Oír —así como suena— un recital de poesía es más que una crueldad… es una verdadera tortura. La distracción que produce una voz externa en la sensibilidad de un espectador (me reitero: aunque sea un o una intérprete brutalmente extraordinaria y majestuosa) resta la simplicidad casi religiosa de un lector solitario sin necesidad de que lo “doblen” (sí, como el doblaje cinematográfico) y hace que el núcleo creativo de la poesía se pierda por el camino.
Ya les he comentado antes que hablo siempre de una poesía de una indudable creatividad y belleza artística. Hay, como en todo, una enorme cantidad de autores que rozan, constantemente, la ridiculez, la ñoñería y la cursilería y que no merecen otra cosa que las llamas del infierno del anonimato más grotesco.
Háganme caso: lean, lean calidad artística y gocen y deleitense hasta lo más hondo de su sensibilidad. En su intimidad (como con el catalán de Aznar) seleccionen un buen libro de poesías y se lo pasarán pipa; se lo aseguro.
Lorca, Baudelaire, Wiliam Blake, Josep Carner, Dante, Antonio Machado, Emily Dickinsson, Costa i Llobera, Carles Riba, Cesare Pavese, Giacomo Leopardi, Paul Éluard, Góngora, Pedro Salinas, Schiller, Goethe, Rosalía de Castro, Joan Maragall, Verdaguer, Ramon Llull…
¿Sigo?